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Escritora, artista plástica y orfebre. Estudió Artes Plásticas en la Universidad Nacional de Colombia y en la ASAB. Platera egresada de la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo. Tecnóloga en Joyería. En el 2007 hizo parte del Taller de Narrativa R.H. Moreno Durán y en el 2008 del Taller de Cuento "Ciudad de Bogotá". Publicaciones: "Casa abandonada" y "Alguien fuma" en CENIZAS EN EL ANDÉN - CUENTOS DE LA CIUDAD (Asterión Ediciones, Bogotá 2009); "Artefacto" en PISADAS EN LA NIEBLA - ANTOLOGÍA DE NUEVOS CUENTISTAS BOYACENSES (Editorial Común Presencia, Bogotá 2010). Seleccionada para la ANTOLOGIA TALLERES LITERARIOS de MinCultura Colombia (Tragaluz Editores, Medellín, 2011).

Amor sobre ruedas - Alberto Fuguet

Antoni Tàpies - Banda roja, 1971
Técnica mixta s/tela, 170 x 190 cm.
Col. Museo Tamayo Arte Contemporáneo



Amor sobre ruedas
  
                                        "And girls just wanna have fun"
                                                                                           Cindy Lauper        

    Todos los fines de semana, incluso los domingos después del Jappening o del fútbol, Sandra y Márgara se subían a un Toyota Célica azul-cielo y recorrían Apoquindo buscando tipos -o minos como decían ellas- con quien pinchar. Era casi como un deporte, un verdadero hobbie, pero a ellas les parecía bien, entendible, para nada un vicio denigrante como les habían dicho por ahí. Cuando empezaron a salir los martes, sin embargo, tal como hoy, hasta ellas mismas se dieron cuenta de que quizás se les estaba pasando la mano. Pero nunca tanto. Total, pensaban ellas, peor era quedarse solas, cada una por su lado, pasándose películas, frustradas a morir.
    La que manejaba era Márgara, la dueña del Célica, que por esas cosas del destino no era la que llevaba las riendas al momento de hacer la conquista. Las razones eran básicamente dos: debía preocuparse de guiar bien el auto (un choque sería vergonzoso, totalmente fuera de lugar, como caerse mientras se baila un lento); y lo otro era que no le pegaba tanto al oficio de engrupir como la Sandra, su amiga y copiloto, la cerebro del dúo, que era bastante atractiva, como exótica, dúo, que era bastante atractiva, como exótica, con el pelo largo que le tapaba un ojo, negro brillante con rayitos rubios, bien a la moda. Juntas, Sandra y Márgara, que era más baja, entradita en carnes si se quiere, se juraban las reinas del pinche sobre ruedas, las Cagney y Lacey de Apoquindo, aunque estaba claro que eso era pura imaginación, porque había otras minas a las que les iba harto mejor en eso de la conquista de auto a auto.
    Sandra y Márgara eran buenas amigas, aunque igual se aserruchaban el piso a la hora de la verdad. Cada una por su lado y que gane la mejor si se la puede. Se conocían de toda la vida, compañeras de curso y de banco, con todo lo que eso implica. Algunas antiguas compañeras de curso con las que se juntaban a tomar once, a pelar, les habían dicho, no mucho antes, que era decadente y triste eso de andar buscando hombres por la calle. Hasta peligroso. Ellas le respondieron, en cambio, lo que ya tenían asimilado: "¿De qué otra forma vamos a conocer hombres?" Y, de alguna manera, era cierto. En sus respectivos institutos ya ubicaban -como decía Sandra- al ganado masculino disponible. Sabían perfectamente quién era quién, o sea, que ninguno las inflaba demasiado.. Los compañeros de curso eran sólo eso: compañeros. Y se acabó. Claro, podían meterse a alguna actividad, ¿pero cuál? ¿Gimnasia aeróbica?: puros maricones. ¿Cursillos de filosofía,, de poder mental, talleres literarios?: puros locos, huevones trancados. No, no eran de esa onda. Para nada. 
    El panorama era, entonces, desalentador, poco viable. Por eso habían llegado a la conclusión de que era más necesario salir al encuentro, tal como lo estaban haciendo hoy, porque si se ponían a esperar a que llegara ese príncipe tan anhelado, lo único que iban a sacar en limpio era que, aunque sonara siútico, el tren se fuera sin ellas.   
    Había sí un consuelo: no eran las únicas dedicadas a eso ni mucho menos. Cada vez que salían de ronda, como esta extraña noche, se cruzaban en su camino con un buen número -un aterrador número- de mujeres que buscaban lo mismo o quizás aún más, porque algunas de ellas iban a la pelea firmeza y Sandra y Márgara andaban en la onda tranquila, tratando de conocer tipos para después elegir al más adecuado, al más tierno del montón. La competencia, entonces, era dura, sin compasión. Cada hembra necesitada, cada vieja en busca de carne joven, cada mina lateada, era una amenaza para las dos. 
    Es difícil creer que dos mujeres jóvenes que salen a buscar hombres -tenían su tope en tipos de treinta- no lleguen hasta el final. Tampoco atracaban. Y no era porque no lo desearan sino simplemente por la fama. Santiago es, en el fondo, un pueblo chico y, tal como siempre lo repite la Márgara, la que se da el lujo de saltar de cama en cama, después lo paga. La idea, entonces, era conocer tipos en auto, aceptar a que las convidaran a tomar bebidas, decir que sí, estar un rato, intercambiar teléfonos, a lo más ir a un mirador y casi nunca tener algún contacto mayor.  
    Como no eran tontas y sabían que era necesario cuidarse, aunque esta noche, esta noche era otra cosa, nunca aceptaban ir muy lejos. Tenían como ley no bajar más allá de Providencia de Lyon y no subir más allá del Tavelli de Las Condes. Otra regla era siempre seguir en el auto propio, así si los compadres se ponían hostigosos, se viraban y listo. Los tipos que conocían generalmente eran pintosos (si no, no los saludaban a través de la ventana), de buen nivel, con autos más o menos potables. Básico era que les gustara la música y que la tocaran bien fuerte. Dependiendo de la emisora, Sandra y Márgara sabían la onda de los desconocidos y si cumplían las exigencias mínimas. Típico resultaban ser estudiantes del Incacea o del Inacap, pocas veces les tocaban universitarios de la Católica, pero eso era pura mala suerte porque ellas sabían que aburridos y parqueados había, y muchos, y que el hecho de ser inteligentes no es sino una razón más para necesitar salir a buscar mujeres porque estaba super probado que mientras más capos los tipos, más imbéciles para ser felices.

En eso mismo están pensando las dos: en la dosis de suerte que se necesita para enganchar pareja. Quizás esta noche, noche bastante tibia para ser octubre, las cosas se den de otra manera, esperan. Algo se intuye, incluso. La noche está distinta, trastocada. Rara.
    Apoquindo, la avenida más usada del barrio alto, con sus tres pistas para arriba y sus tres para abajo, tiene actividad para ser martes y casi parece sábado; esto las pone de buena y les da ánimo mientras recorren esta parte de la ciudad. Sandra anda hecha una loca cantando a todo full (aunque no tiene ni idea de inglés, sólo sabe que David Bowie es como lo máximo), moviendo todo su calentador cuerpo al ritmo de la radio, creyéndose estupenda y orgullosa de ser joven, de tener plata, de ser ella.
    Tal como se decidió, Sandra anda con una polera muy apretada, sin sostén, con sus tetillas erguidas detrás del algodón que tiene estampado un “Any time you want” rojo. Márgara se puso, aunque en realidad no se la cree porque de femme fatale no tiene nada, una falda con dos tajos que según ella mata a cualquier tipo en menos de un minuto. Arriba un peto negro super brilloso que le queda medio suelto. Además se arregló el pelo para verse como si recién viniera saliendo de una cacha con tutti. Como sombra de ojos, una pintura canela que destella chispazos dorados. Las vestimentas de las dos no son de día martes. Son como para ir a la pelea.
    Las nueve diez, relativamente temprano, aunque nunca tanto si se toma en cuenta que el toque es a las dos. Salen a Apoquindo, la calle sagrada, por El Bosque Norte, la de los restoranes que ilustran las páginas de la Mundo Dinners; doblan hacia arriba, rumbo a El Faro, donde la taquilla se juntaba antes de que muriera por pasado de moda. Andan inquietas, como preparándose para la victoria, conversan puras tonteras y quizás por eso no se han dado cuenta de que hace media hora que las siguen de cerca, bastante cerca, casi raspándoles el parachoques. Tanto parloteo y tanto mirar para los lados las hace olvidar lo que hay a sus espaldas: un auto negro, brillante y luminoso, que refleja las luces de toda la arteria. El auto es bajo, como una lancha, y avanza lentamente, casi sin tocar el pavimento, espiando a las dos mujeres que recorren las calles buscando al hombre perfecto.
    Sandra enciende un cigarrillo. Lo aspira y suelta el humo, grácilmente. Mira a Márgara, que parece decepcionada. Sus ojos tan maquillados se ven muertos, fijos en el tráfico que está adelante; no en el de atrás. Sandra sigue fumando; en la radio la Madonna canta feels so good incide y ambas saborean los labios. Pero así y todo no pasa mucho. No hay caso: mientras más intentan pasarlo bien, peor la pasan. Quizás sería mejor volver a casa.
    De pronto los ojos de la Márgara se encienden. Un antifaz de luz estalla en su cara. La iluminación sale del retrovisor, como si hubiera reflectores invisibles colocados en el espejo. Rápidamente Sandra se da vuelta y ve las dos luces redondas resplandeciendo como panteras en su cara. El auto azabache disminuye su velocidad y comienza a quedarse atrás. Pero sólo por un instante. El señalizador se prende. Avanza, se coloca en la otra pista y acelera. Ya está al lado de ellas. El azul del Célica se refleja en el elegante negro. Ambas están calladas, atónitas. Las ventanas del auto también son negras y relucen. No se ve nadie adentro. Están muy cerca, apenas unos centímetros de distancia. Ambos se desplazan a la misma velocidad. Luz roja. Los dos se detienen.
    Ahora están uno al lado del otro. Sandra, que ya tenía su ventana abajo, está con el codo afuera y mira de reojo la negra ventana. Vendería su alma con tal de poder ver quién está dentro. Y el deseo se cumple: las ventanas –todas las ventanas– comienzan a descender automáticamente. A medida que bajan, va saliendo cada vez más fuerte un rock cuyo ritmo asemeja el del latido de un corazón. El interior del auto está iluminado y una extraña luz verde se escapa a través de los espacios que dejaron. Adentro hay cuatro hombres, tipos de veinte, veinticinco años. Los cuatro parecen sacados de una revista de modas masculina. Son perfectos, bellísimos; sus pieles color maní emanan una fragancia espesa y atrayente que cruza de un auto a otro. Cada uno es distinto, tienen peinados diferentes; lo mismo sus ropas, sus relojes, sus rasgos. Pero los ojos los tienen iguales. O muy parecidos. La misma mirada fija, dura, atrapante. La estilización de sus rostros los hace verse falsos, fabricados, maniquíes vivientes que respiran, sudan, acechan.
    Luz verde. Ambos parten. Márgara, sin saber por qué, cambia la radio y sintoniza la misma estación que la del auto negro. Ninguno de los dos se adelanta. Se mantienen paralelos. Los tipos no las miran. Ellas no hacen otra cosa que contemplar con la boca abierta y húmeda a esos cuatro ejemplares soñados. Apoquindo parece más lenta, más vacía. Luz roja.
    Sandra infla un globo con su chicle rosado. Está que revienta de enojo y tensión. Los cuatro hombres aún no miran para el lado. Y están tan cerca. Bastaría con estirar la mano un poco para acariciar ese mentón duro y serio, para revolver ese pelo a lo Sting, corto y castaño, empapado de gel. Pero el tipo mira quieto el vacío mientras golpea el volante con sus dedos. Los otros tres tienen sus platinosos ojos fijos en el grupo de prostitutas de abrigos de piel sintética y medias caladas que rondan por la esquina de Burgos. Márgara observa con envidia cómo las codiciadas miradas del auto negro se dirigen a esas minas de mala muerte y no hacia ellas que están de miedo, listas para todo, rajas de caliente por esos cuatro gallos malditos de buenos, enfermos de matadores. Luz verde. Partir.
    Márgara acelera a fondo, haciendo rugir el motor, pero no parte. El auto negro sigue ahí, impávido. Una vez más acelera, saca humo y para. Los tipos no responden. Siguen acelerando, suelta, acelera y suelta, embraga: primera, pela forros y sale, segunda, volando, rajada, a concho, setenta, noventa, picando a todo dar, y el auto negro, refulgiendo como un jaguar oscuro electrificado, como las zumbas para arriba, pasando el letrero rojo de la Gente, el Bowling y su mundillo, dejando toda la taquilla atrás, alcanzándolas, colocándose a su lado, cerca, el viento está fresco y fuerte, despeinando, removiéndolo todo y la Sandra que ya está casi afuera de la ventana, eufórica y rayada, se agarra sus dos tetas con las manos y las aprieta hasta que por poco sus pezones atraviesan la tela y les grita con toda su fuerza ¿quieren hueveo, locos?
    Y comienza a tirarle besos, a abrir su boca, a sacarse el rouge con la lengua. Márgara sigue acelerando, ya van en ciento veinte, no puede parar, la radio ya revienta, there´ll be swinging, swaying, music playing, dancing in the streets y los tipos, cosa sorpresiva, comienzan a sonreír, a tornarse humanos y les devuelven los besos, les gritan frases, garabatos, guiños de ojos, vamos, Márgara, acércate, éstos sí que van a la pelea, yo me quedo con los de adelante, total, una vez en la vida, qué te importa, huevona, si príncipes nunca vamos a encontrar, loca, una buena cacha no le hace mal a nadie y los minos se van acercando, suave, lento, deslizándose a su lado, ven, guapo, más cerca, así, para sentirte, cosa más rica, si supiera tu mamá, lindo, ven, déjame chuparte, lamerte y... ¡mierda!, algo cambia, el auto comienza a enfurecerse, a echar chispas, a tratar de arrollarlas, de sacarlas de la pista. Se inicia el encierro, la guerra, el caos; el auto negro arremete contra el Célica, trata de chocarlo, de destruirle la puerta lateral y la batalla sigue, a alta velocidad, solos, sin ningún auto cerca, solamente la avenida como campo de combate y Márgara acelera, lo más posible, mientras que los tipos del auto negro les gritan garabatos, más garabatos, insultos, les lanzan escupos y pollos, se bajan los Wranglers y se largan a mear sobre el Célica, a juguetear con sus presas, a ofrecerlas, y ambas radios, como si estuvieran conectadas, como si el auto negro ya dominara, emiten sinfonías crípticas, sonidos bajos y densos, chirridos diabólicos y guitarra pesada, enervante, rock metálico, rock satánico y la niebla, rara para octubre, una niebla verdosa y áspera, inicia su entrada a la calle, llenándola hasta las azoteas de los edificios, tapando toda la vía, bloqueando la vista, los sentidos, paralizando los reflejos y el auto negro avanza sobre el colchón de niebla, circunda al Célica hasta encerrarlo en un tornado púrpura y viscoso y, en medio de risotadas que se escuchan a lo lejos, de caos metálicos que se escapan de las alcantarillas, desaparece por una calle transversal, dejando como huella un temblor en los árboles y un estallido en la brisa.
    Márgara y Sandra están sentadas en medio de Apoquindo con el auto parado. La calle está vacía, sin gente, sin buses, sin nada. La niebla sigue y aumenta. Ambas respiran hondo y tratan de olvidar lo recién vivido. La radio ya no funciona. Está muerta.
    Se suben al auto, encienden el motor, dan vuelta, y comienzan a volver a casa en silencio, tratando de no meter bulla. El trayecto se hace eterno, como si el pavimento se dirigiera en la dirección contraria. La soledad de la avenida y el mutismo reinante no pierden su olor a complicidad. Márgara mira por el espejo y ve dos luces a lo lejos que se vienen acercando rápido. Acelera como nunca lo ha hecho antes.
    De una esquina aparece un auto negro que rozando diagonalmente la calle se instala frente a ellas, bloqueándoles la vía de escape. De la nada, dos autos negros se colocan uno a cada costado. Márgara vuelve a mirar el retrovisor: otro auto negro está pegado a su cola. La radio comienza a funcionar, remeciendo los vidrios. El motor se apaga. Los cuatro autos se detienen. Una puerta se abre.


Tomado de: "Sobredosis" (Cuentos, 1990).





Alberto Fuguet chileno nacido en 1964. Vivió buena parte de su infancia en California (Estados Unidos) y después, en su regreso a Santiago, estudió periodismo, dirigió algunas publicaciones y publicó, entre otros, estos libros: La azarosa y sobreexpuesta vida de Enrique AlekánSobredosis, y las novelas Tinta roja, Por favor, rebobinar, Cortos, entre otras.

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Mensajero del futuro - Poul Anderson

Oskar Kokoschka: Praga, Nostalgia (1938)


Mensajero del Futuro
Poul Anderson

Nos conocimos por asuntos de negocios. La firma de Michaels deseaba abrir una sucursal en la parte exterior de Evanston y descubrió que yo era propietario de algunos de los terrenos más prometedores. Me hicieron una buena oferta, pero no cedí; la elevaron y permanecí en mi actitud. Por fin, el director en persona se puso en contacto conmigo. No era en absoluto como me lo esperaba. Agresivo, por supuesto, pero de un modo tan cortés que no ofendía, sus maneras eran tan correctas que difícilmente se advertía su falta de educación formal. De todas formas, estaba remediando con gran rapidez esta carencia con clases nocturnas, cursillos de ampliación y una omnívora lectura.
Salimos para beber algo mientras discutíamos el asunto. Me condujo a un bar que no parecía de Chicago: tranquilo, raído, sin tocadiscos, sin televisión, con un anaquel de libros y varios juegos de ajedrez, sin ninguno de los extravagantes parroquianos que usualmente infestan tales lugares. Fuera de nosotros, había solamente media docena de clientes, un prototipo de profesor egregio entre los libros, varias personas que hablaban de política con cierta objetiva pertinencia, un joven que discutía con el camarero si Bartok era más original que Schoenberg o viceversa. Michaels y yo encontramos una mesa en un rincón y algo de cerveza danesa.
Expliqué que no me interesaba el dinero, y que me oponía a que una excavadora estropease algún campo agradable con el pretexto de erigir todavía otro cromado bloque de casas. Michaels llenó su pipa antes de contestar. Era un hombre delgado y erguido, de pronunciada barbilla y nariz romana, cabello grisáceo, ojos oscuros y luminosos.
—¿No se lo explicó mi representante? —dijo—. No estamos proyectando viviendas en serie para conejos. Tenemos previstos seis diseños básicos, con variaciones, para situar en una disposición... así. 
Sacó lápiz y papel y empezó a dibujar. Mientras hablaba, aumentó la inflexión de voz, pero la fluidez persistió. Y supo explicar sus propósitos mejor que sus enviados. Me dijo que estábamos en la mitad del siglo veinte y que, por no ser prefabricado, un núcleo de viviendas dejaba de ser atractivo; podía incluso lograr una unidad artística. Procedió a mostrarme el sistema.
No me presionó con demasiada insistencia, y la conversación se derivó a otros puntos.
—Agradable lugar —observé—. ¿Cómo lo descubrió?
Se encogió de hombros.
—Frecuentemente doy vueltas por ahí, sobre todo de noche. Explorando.
—¿No resulta un poco peligroso?
—No en comparación —dijo con una sombra de temor.
—Uh... Tengo entendido que usted nació aquí...
—No. No llegué a los Estados Unidos hasta 1946. Era lo que llamaban un PD, una persona desplazada. Me convertí en Thad Michaels, porque me cansé de deletrear Tadeusz Michalowski. Y decidí prescindir de sentimentalismos patrioteros. Sé adaptarme con rapidez. 
Pocas veces habló acerca de sí mismo. Obtuve posteriormente algunos detalles de su precoz encumbramiento en los negocios a través de admirados y envidiosos competidores. Algunos de ellos no creían aún que fuese posible vender con beneficio una casa con calefacción radiante, por menos de veinte mil dólares. Michaels había descubierto como hacerlo posible. No estaba mal para un pobre inmigrante.
Indagué y descubrí que había sido admitido con visado especial, en consideración a los servicios prestados al ejército de los Estados Unidos en las últimas jornadas de la guerra en Europa. En ellos demostró tanto nervio como perspicacia. 
Mientras, nuestro trato se desarrolló. Le vendí el terreno que deseaba, pero continuamos viéndonos, a veces en la taberna, a veces en mi apartamento de soltero, con más frecuencia en su ático a orillas del lago. Tenía una hermosa mujer rubia y un par de hijos brillantes y bien educados. Con todo, era un hombre solitario, por lo que le proporcioné la amistad que necesitaba. 
Un año, más o menos, después de nuestro primer encuentro, me contó su historia. 
Me había invitado otra vez a cenar el día de acción de gracias. En la sobremesa nos sentamos para hablar. Y hablamos. Después de considerar desde las probabilidades que surgiese una sorpresa en las próximas elecciones de la ciudad hasta las que otros planetas siguieran un curso en su historia idéntico al nuestro, Amalie se excusó y se fue a dormir. Esto ocurrió mucho después de la medianoche. Michaels y yo continuamos hablando. Nunca le había visto tan excitado. Era como si ese último tema, o alguna palabra en particular, le hubiese abierto algo nuevo. Finalmente se levantó, volvió a llenar nuestros vasos de whisky con un movimiento un tanto inseguro, y cruzó la sala de estar silencioso sobre la gruesa alfombra verde hasta la ventana. 
La noche era clara y profunda. Desde lo alto contemplamos la ciudad, líneas, tramas y espirales de brillantes colores —rubí, amatista, esmeralda, topacio— y la oscura extensión del lago Michigan; casi parecía que pudiésemos vislumbrar infinitas y blancas llanuras más allá. Pero sobre nosotros se abovedaba el cielo, negro cristal, donde la Osa Mayor se apoyaba en su cola y Orión daba grandes zancadas a lo largo de la Vía Láctea. No veía a menudo un espectáculo tan grandioso y sobrecogedor.
—Después de todo —dijo—, sé de lo que estoy hablando.
Me agité, hundido en mi sillón. El fuego del hogar arrojó pequeñas llamas azules. Una simple lámpara iluminaba la habitación de suerte que podía vislumbrar haces de estrellas también desde la ventana. Me arrellané un poco.
—¿Personalmente?
Se volvió hacia mí. Su rostro estaba rígido.
—¿Qué dirías si te respondiese que sí?
Sorbí mi bebida. Un King's Ransom es una noble y confortante mezcla, en especial cuando la misma Tierra adquiere un aire glacial para entonar.
—Supongo que tienes tus razones y esperaría para ver cuáles son.
Esbozó una media sonrisa.
—No te preocupes, también soy de este planeta —aclaró—. Pero el cielo es tan grande y extraño... ¿No crees que esto afectará a los hombres que vayan allí? ¿No se deslizará dentro de ellos y lo traerán en sus huesos al regresar? ¿La Tierra será la misma después?
—Sigue. Ya sabes que me gustan las fantasías.
Miró fijamente al exterior, luego se volvió, y súbitamente se tragó de un golpe su bebida. Este gesto violento no era propio de él. Pero había traicionado su perplejidad.
—Muy bien, entonces te contaré una fantasía. Es una historia invernal, muy fría, así que quedas advertido para no tomarla en serio —declaró ásperamente. 
Di una chupada a mi excelente cigarro y esperé con el silencio que él deseaba.
Paseó unas cuantas veces arriba y abajo ante la ventana, con la vista en el suelo, llenó su vaso de nuevo y se sentó a mi lado. No me miró a mí sino a una pintura que colgaba de la pared, un objeto sombrío e ininteligible que a nadie gustaba. Esto pareció confortarlo, pues comenzó a hablar, rápida y quedamente. 
—Dentro de mucho, mucho tiempo en el futuro, existe una civilización. No te la describiré, porque no sería posible. ¿Serías capaz de regresar al tiempo de los constructores de las pirámides egipcias y hablarles de la ciudad en que vivimos? No pretendo decir que te creerían; por supuesto que no lo harían, pero eso es lo de menos. Quiero decir que no comprenderían. Nada de lo que dijeras tendría sentido para ellos. Y la forma en que la gente trabaja, piensa y cree sería aún menos comprensible que esas luces, torres y máquinas. ¿No es así? Si te hablo de habitantes del futuro que viven entre grandes y deslumbradoras energías, o de variables genéticas, de guerras imaginarias, de piedras que hablan, tal vez te hicieras una idea, pero no entenderías nada. Sólo te pido que pienses en los millares de veces que este planeta ha girado alrededor del Sol, en lo profundamente ocultos y olvidados que vivimos, en fin, en que esta civilización piensa según normas tan extrañas que ha ignorado toda limitación de lógica y ley natural, y ha descubierto medios para viajar en el tiempo. El habitante común de esa época (no puedo llamarlo exactamente un ciudadano, cualquier expresión resultaría demasiado vaga), un tipo medio, sabe de un modo vago e indiferente que, milenios atrás, unos individuos semisalvajes fueron los primeros en desintegrar el átomo. Pero uno o dos miembros de esta civilización han estado realmente aquí, han caminado entre nosotros, nos han estudiado, han levantado y unido un archivo de información para el cerebro central, por llamarlo de alguna manera. Nadie más se interesa por nosotros, apenas más de lo que pueda interesarte la primitiva arqueología mesopotámica. ¿Comprendes? 
Bajó su mirada hacia el vaso en su mano y la mantuvo allí, como si el whisky fuese un oráculo. El silencio aumentó. Al fin dije:
—Muy bien. En consideración a tu historia, aceptaré la premisa. Imaginaré viajeros en el tiempo, invisibles, dotados de ocultación y demás. Pero no creo que desearan cambiar su propio pasado.
—Oh, no hay peligro en ello —aseguró—. La verdad es que no podrían enterarse de mucho explicando por ahí que venían del futuro. Imagina.
Reí entre dientes.
Michaels me dirigió una mirada sombría.
—¿Puedes adivinar qué aplicaciones puede tener el viaje en el tiempo, aparte de la científica?
—Por ejemplo, el comercio de objetos de arte o recursos naturales. Se puede volver a la época de los dinosaurios para conseguir hierro, antes que el hombre aparezca y agote las minas más ricas —sugerí.
Meneó la cabeza.
—Sigue pensando. ¿Se contentarían con un número limitado de figurillas de Minoan, jarrones de Ming, o enanos de la Hegemonía del Tercer Mundo, destinadas principalmente a sus museos, si es que «museo» no resulta una palabra demasiado inexacta? Ya te he dicho que no son como nosotros. En cuanto a los recursos naturales ya no necesitan ninguno, producen los suyos propios.
Se detuvo, como tomando aliento. Luego agregó:
—¿Cómo se llamaba esa colonia penal que los franceses abandonaron?
—¿La Isla del Diablo?
—Sí, la misma. ¿Puedes imaginar mejor venganza sobre un criminal convicto que abandonarlo en el pasado?
—Pensaba que estarían por encima de cualquier concepto de venganza, o de técnicas de disuasión. Incluso en este siglo, sabemos que no dan resultado.
—¿Estás seguro? —preguntó sosegadamente—. ¿No se da junto con el actual desarrollo de la penalización un incremento paralelo del crimen mismo? Te asombraste, hace algún tiempo, que me atreviese a caminar solo de noche por las calles. Además, el castigo es como una catástasis de la sociedad en su conjunto. En el futuro, te explicarán que las ejecuciones públicas, reducen claramente la proporción de crímenes que, de otro modo, sería aún mayor. Y lo que es más importante, esos espectáculos hicieron posible el nacimiento del verdadero humanitarismo del siglo dieciocho —alzó una sardónica ceja—. O así lo pretenden en el futuro. No importa si tienen razón, o si racionalizan solamente un elemento degradado en su propia civilización. Todo lo que necesitas comprender es que envían a sus peores criminales al pasado.
—Poco amable para con el pasado —comenté.
—No, realmente no. Por una serie de razones, incluyendo el hecho que todo cuanto hacen suceder ha sucedido ya... Nuestro idioma no sirve para explicar estas paradojas. En primer lugar, debes reconocer que no malgastan todo ese esfuerzo en delincuentes comunes. Hay que ser un criminal muy fuera de lo corriente para merecer el exilio en el tiempo. El peor crimen posible, por otra parte, depende de cada momento particular en la historia del mundo. El asesinato, el bandolerismo, la traición, la herejía, la venta de narcóticos, la esclavitud, el patriotismo y todo lo que quieras, en unas épocas han merecido el castigo capital, han sido consideradas en otras con indulgencia, y en otras todavía ensalzados positivamente. Continúa pensando y dime si no tengo razón. 
Lo miré por algún tiempo, observando cuán profundamente marcados estaban sus rasgos y pensé que para su edad no debería mostrar tantas canas.
—Muy bien —admití—. De acuerdo. Ahora bien, poseyendo todo ese conocimiento, un hombre del futuro no pretendería...
Dejó el vaso con perceptible fuerza.
—¿Qué conocimiento? —exclamó vivamente—. ¡Utiliza tu cerebro! Imagínate que te han dejado desnudo y solo en Babilonia. ¿Qué sabes de su lenguaje o de su historia? ¿Quién es el actual rey? ¿Cuánto tiempo reinará? ¿Quién lo sucederá? ¿Cuáles son las leyes y costumbres que se deben obedecer? No te olvides que los asirios o los persas o alguien han de conquistar Babilonia. ¿Pero cuándo? ¿Y cómo? ¿Esa guerra es un mero incidente fronterizo o una lucha sin cuartel? En este último caso, ¿ganará Babilonia? De lo contrario, ¿qué condiciones de paz serán impuestas? No encontrarías ahora ni veinte hombres capaces de contestar esas preguntas sin consultar un manual. Y no eres uno de ellos, ni dispones de un manual.
—Creo —dije lentamente—, que me dirigiría al templo más próximo, en cuanto conociese lo suficiente el idioma. Le explicaría al sacerdote que puedo hacer... no sé... fuegos artificiales...
Se rió con escaso júbilo.
—¿Cómo? Acuérdate, estás en Babilonia. ¿Dónde encuentras azufre o salitre? En caso que consigas por medio del sacerdote el material y los utensilios necesarios, ¿cómo compondrás un polvo que haga realmente explosión? Eso es todo un arte, amigo mío. ¿No te das cuenta que ni siquiera podrías obtener un trabajo como estibador? Fregar suelos sería ya mucha suerte. Esclavo en los campos, ese sería tu destino más lógico. ¿No es cierto?
El fuego comenzó a debilitarse.
—Perfectamente —asentí—. Es verdad.
—Escogieron la época con cuidado. —Miró a su espalda, hacia la ventana. Desde nuestros sillones, la reflexión en el cristal borraba las estrellas, de modo que únicamente podíamos ver la noche.
—Cuando un hombre es sentenciado al destierro —explicó—, todos los expertos deliberan para establecer qué períodos, según sus especialidades, serían más apropiados para él. Es fácil comprender que ser abandonado en la Grecia de Homero resultaría una pesadilla para un individuo delicado e intelectual, mientras que uno violento podría pasarlo bastante bien, incluso acabar como un respetado guerrero. Podría encontrar su puesto junto a la antecámara de Agamenón, y tu única condena serían el peligro, la incomodidad y la nostalgia.
Se puso tan sombrío, que intenté calmarlo con una observación seca:
—El convicto tendrá que ser inmunizado contra todas las enfermedades antiguas. En caso contrario, el destierro significaría únicamente una elaborada sentencia de muerte.
Sus ojos me escrutaron nuevamente.
—Sí —dijo—. Y por supuesto el suero de la longevidad está todavía activo en sus venas. Sin embargo, eso no es todo. Se le abandona en un lugar no frecuentado después de oscurecer, la máquina se desvanece, queda aislado para el resto de su vida. Lo único que sabe es que han escogido para él una época con... tales características... que esperan que el castigo se ajustará a su crimen. 
El silencio cayó una vez más sobre nosotros, hasta que el tic-tac del reloj sobre la chimenea llegó a ser obsesionante, como si todos los demás sonidos se hubiesen helado hasta extinguirse en el exterior. Di un vistazo a la esfera. La noche terminaba; pronto el este se aclararía.
Cuando me volví, todavía estaba observándome con desconcertante intención.
—¿Cuál fue tu crimen? —pregunté.
No pareció pillarlo de improviso, dijo solamente con hastío:
—¿Qué importa? Te dije que los crímenes de una época son los heroísmos de otra. Si mi intento hubiese tenido éxito, los siglos venideros habrían adorado mi nombre. Pero fracasé.
—Muchas personas debieron resultar perjudicadas —dije—. Todo un mundo te habrá odiado.
—Bien, sí —admitió. Pasó un minuto—. Ni que decir tiene que esto es una fantasía. Para pasar el rato.
—Seguiré tu juego —sonreí.
Su tensión se suavizó un poco. Se inclinó hacia atrás, con las piernas extendidas a través de la magnífica alfombra.
—Sea. Considerando la magnitud de la fantasía que te he contado, ¿cómo has deducido la importancia de mi pretendida culpa?
—Tu vida pasada. ¿Cuándo y dónde fuiste abandonado?
—Cerca de Varsovia, en agosto de 1939 —dijo, con una voz tan helada como jamás he oído.
—No creo que te interese hablar acerca de los años de guerra.
—No, en absoluto.
Sin embargo, prosiguió poco después como para desafiarme:
—Mis enemigos se equivocaron. La confusión que siguió al ataque alemán me ofreció una oportunidar para escapar a la vigilancia de la policía antes que me internasen en un campo de concentración. Gradualmente me enteré de cuál era la situación. Por supuesto, no podía predecir nada. Ni puedo ahora; únicamente los especialistas conocen, o se interesan, por lo que sucedió en el siglo veinte. Pero cuando me convertí en un recluta polaco dentro de las fuerzas alemanas, comprendí quienes serían los vencidos. Me pasé entonces a los americanos, les expliqué lo que había observado, y llegué a trabajar como espía para ellos. Era peligroso, pero no mucho más de lo que había ya superado. Luego vine aquí; el resto de la historia no tiene ningún interés. 
Mi cigarro se había apagado. Lo volví a encender, pues cigarros como los de Michaels no se encontraban todos los días. Se los hacía enviar por avión desde Amsterdam.
—La mies ajena —dije.
—¿Qué?
—Ya sabes. Ruth en el exilio. No era que la trataran mal pero, sin embargo, seguía llorando por su patria.
—No conozco esa historia.
—Está en la Biblia.
—Ah, sí. Realmente debería leer la Biblia alguna vez. —Su disposición de ánimo estaba cambiando y volvía hacia su primitiva seguridad. Saboreó su whisky con un gesto casi afable. Su expresión era alerta y confiada.
—Sí —dijo—, ese aspecto fue bastante malo. Las condiciones físicas de vida no influían en ello. Cuando se hace camping, pronto se olvida uno del agua caliente, la luz eléctrica, todos esos utensilios que los fabricantes nos presentan como indispensables. Me gustaría tener un reductor de gravedad o un estimulador celular, pero me lo paso admirablemente sin ellos. La añoranza es lo que más le consume. Las pequeñas cosas que jamás se echaban de menos, algún alimento particular, el modo con que camina la gente, los juegos, los temas de conversación. Incluso las constelaciones. Son diferentes en el futuro. El Sol se ha desplazado bastante de su órbita galáctica. Pero de agrado o por fuerza, siempre hubo emigrantes. Todos nosotros somos descendientes de aquellos que no pudieron soportar la conmoción. 
Yo me adapté.
Un ceño cruzó sus cejas.
—Tal como aquellos traidores están dirigiendo las cosas —dijo—, no regresaría ahora aunque me concediesen un indulto total.
Terminé mi bebida, saboreándola todo lo posible, pues era un maravilloso whisky, por lo que le escuché sólo a medias.
—¿Te gusta este mundo?
—Sí —contestó—. Por ahora así es. He superado la dificultad emocional. Mantenerme vivo me ha tenido muy ocupado los primeros años, luego el hecho de establecerme, de venir a este país, nunca me dejó mucho tiempo para compadecerme de mí mismo. Mis negocios me interesan ahora cada vez más, es un juego fascinante y agradablemente libre de castigos exagerados en caso de error. Aquí he descubierto cualidades que el futuro ha perdido... apostaría que no tienes la menor idea de lo exótica que es esta ciudad. Piensa. En este momento, a unos kilómetros de nosotros, hay un soldado de guardia en un laboratorio atómico, un holgazán helándose en un portal, una orgía en el apartamento de un millonario, un sacerdote que se prepara para los ritos del amanecer, un mercader de Arabia, un espía de Moscú, un barco de las Indias...
Su excitación se calmó. Volvió su mirada hacia los dormitorios.
—Y mi esposa y los niños —concluyó, muy suavemente—. No, no regresaría, pase lo que pase.
Di una chupada final a mi cigarro.
—Lo has hecho muy bien.
Liberado de su humor gris, me sonrió burlonamente.
—Comienzo a pensar que te has creído todo ese cuento.
—Naturalmente —aplasté la colilla del cigarro y me levanté, desperezándome—. Es muy triste. Más vale que nos vayamos.
No lo comprendió de inmediato. Cuando lo hizo, saltó de su sillón igual que un gato.
—¿Irnos?
—Por supuesto —saqué una alentadora arma desde mi bolsillo. Se detuvo en un impulso—. En esta clase de asuntos nunca se deja algo al azar. Se hacen revisiones periódicas. Ahora, vamos.
La sangre desapareció de su rostro.
—No —murmuró—, no, no, no puedes, no es justo para Amalie, los niños...
—Eso —le expliqué—, es parte del castigo.
Lo abandoné en Damasco, el año anterior que Tamerlán la saquease.

                                                                   FIN


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