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Escritora, artista plástica y orfebre. Estudió Artes Plásticas en la Universidad Nacional de Colombia y en la ASAB. Platera egresada de la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo. Tecnóloga en Joyería. En el 2007 hizo parte del Taller de Narrativa R.H. Moreno Durán y en el 2008 del Taller de Cuento "Ciudad de Bogotá". Publicaciones: "Casa abandonada" y "Alguien fuma" en CENIZAS EN EL ANDÉN - CUENTOS DE LA CIUDAD (Asterión Ediciones, Bogotá 2009); "Artefacto" en PISADAS EN LA NIEBLA - ANTOLOGÍA DE NUEVOS CUENTISTAS BOYACENSES (Editorial Común Presencia, Bogotá 2010). Seleccionada para la ANTOLOGIA TALLERES LITERARIOS de MinCultura Colombia (Tragaluz Editores, Medellín, 2011).

ALGUIEN FUMA

"Sin título" (1921). Joseph Albers.
Ensamblaje sobre vidrio. 39.8 x 37.5 cm.

Esta letra no la protestaré, ahórrate el acuse de recibo…
Joaquín Sabina


Siento su mirada que me recorre. La lluvia arrecia y sigue llegando gente, todos apretados contra el vidrio, amontonados, húmedos en esta esquina. Sé que espera a que voltee pero no lo hago, no quiero. Lo vi de reojo cuando corrí a escampar aquí. La lluvia salpica mis botas, me corro más contra el vidrio, me penetra el frío y sigue llegando más gente.
La corriente arrastra una lata de cerveza, recuerdo al doctor Puerta que siempre me dice: Piensas demasiado, ese es tu problema, sonrío, alguien fuma delante de mí. Me molesta.
Volteo hacia la izquierda para ver si viene el bus y me estrello con su mirada. Es alto, moreno, con ojos ámbar; bastante atlético para su edad, cincuenta años, tal vez más, impecable traje gris. Se siente observado pero no se inmuta, sólo mira, me mira.
Comienza a oscurecer, el que fuma contesta su celular, dice que está en el banco y que se va a demorar. Los demás nos miramos y seguimos su conversación. Una mujer comenta por lo bajo que así son todos, un señor atrás dice que no. Nos reímos. Se crea un murmullo de comentarios, el mentiroso visiblemente molesto se aleja, no sin antes lanzarnos una mirada asesina.
Me volteo. Sé que me está mirando. Noto un leve gesto de negación al que no respondo. Timbra otro celular. Un mensajero busca entre su chaqueta. Nos mira antes de contestar, da la dirección exacta de la esquina y promete a su mujer que llegará en cuanto escampe y entregue el último paquete. Todos asentimos.
Poco a poco deja de llover y el grupo comienza a desintegrarse. Algunos, antes de subir a su bus, se despiden con un gesto que se traga el vacío. El mensajero enciende su moto, y se va. Un jovencito rubio me hace un guiño de complicidad (pues ha notado nuestras miradas) y se aleja calle abajo, silbando, con las manos en los bolsillos. Él lo mira con desagrado. Una anciana pequeñita –que no había notado– me pide que le haga la parada a su colectivo; se acomoda un gracioso sombrero y se va. El del cigarrillo vuelve y le ofrece a un muchacho algo que yo no alcanzo a ver, me intimida ese personaje pero pronto se sube a una buseta, el muchacho se va con él. El gordo de al lado llama a su novia para que se encuentren en el café que hay dos cuadras más al norte y camina rápidamente en esa dirección, hambriento.
Me voy quedando sola con esa mirada fija en mi nuca, en mí.
Aguardo.
Él se va, sus ojos brillan y yo sé… La ciudad es ahora una niña recién salida de la ducha.
Los transeúntes son una masa informe que habla; algunos me miran, me quedo con retazos de sus conversaciones.
Yo me voy, paso la calle, me detengo en una vitrina atestada de libros, en un rincón está el de Joseph Albers que siempre he postergado comprar. Sigo caminando, las luces se repiten en los charcos, las piso. Los colectivos, los buses, las busetas pasan llenos, la gente huye de la noche. Me impaciento.
Su mirada no me sorprende, mi nuca sabe. Sé que viene hacia mí: volteo a tiempo para su beso. Me invita al mismo café, al de hace años… Le digo que prefiero ir a Salomé, al de hace años… Me sonríe y le hago un gesto para que no hable. Obedece, llegamos al bar, sin frases de cajón, a lo que vamos. A lo de siempre.
Bailamos y bebemos ron. Suena Amparo Arrebato, me invita, voy, viene, lo hace bien. Me seduce, como en ese lejano primer semestre, sin perder su compostura de profesor de Proyectos.
Bailamos durante horas, en silencio. Salimos. Entramos al motel. En el umbral esquivamos al robusto pino que simula no vernos, no reconocernos… Antes del amanecer, me voy. Él, el profesor Verdugo, duerme. En la calle paro un taxi pero recuerdo que apenas tengo lo del colectivo. Sonrío, dispuesta a caminar las ochenta cuadras que me separan de casa.


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© Claudia R. Niño Niño
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