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Escritora, artista plástica y orfebre. Estudió Artes Plásticas en la Universidad Nacional de Colombia y en la ASAB. Platera egresada de la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo. Tecnóloga en Joyería. En el 2007 hizo parte del Taller de Narrativa R.H. Moreno Durán y en el 2008 del Taller de Cuento "Ciudad de Bogotá". Publicaciones: "Casa abandonada" y "Alguien fuma" en CENIZAS EN EL ANDÉN - CUENTOS DE LA CIUDAD (Asterión Ediciones, Bogotá 2009); "Artefacto" en PISADAS EN LA NIEBLA - ANTOLOGÍA DE NUEVOS CUENTISTAS BOYACENSES (Editorial Común Presencia, Bogotá 2010). Seleccionada para la ANTOLOGIA TALLERES LITERARIOS de MinCultura Colombia (Tragaluz Editores, Medellín, 2011).

Infección - Andrés Caicedo

DESTINITOS FATALES
Andrés Caicedo
Editorial la Oveja Negra Ltda.

Guillermo Wiedemann - The red dream (El sueño rojo) - 1964, Pintura
Museo Nacional de Colombia Reg. 3465

Infección
Bienaventurados los imbéciles,
porque de ellos es el reino de la tierra.
YO

El sol. Como estar sentado en un parque y no decir nada. La una y media de la tarde.Camino caminas. Caminar con un amigo y mirar a todo el mundo. Cali a estas horas es una ciudad extraña. Por eso es que digo esto. Por ser Cali y por ser extraña, y por ser a pesar de todo una ciudad ramera.

—Mirá, allá viene la negra esa.

—Francisco es así, como esas palabras, mientras se organiza el pelo con la mano y espera a que pase ella. ¡Ja! Ser igual a todo el mundo.

Pasa la negra-modelo. Mira y no mira. Ridiculez. sus 1,80 pasan y repasan. Sonríe con satisfacción. Camina más allá y ondula todo, toditico su cuerpo. Se pierde por fin entre la gente, ¿y queda pasando algo? No, nada. Como siempre.

(Odiar es querer sin amar. Querer es luchar por aquello que se desea y odiar es no poder alcanzar por lo que se lucha. Amar es desear todo, luchar por todo, y aún así, seguir con el heroísmo de continuar amando. Odio mi calle, porque nunca se rebela a la vacuidad de los seres que pasan en ella. Odio los buses que cargan esperanzas con la muchacha de al lado, esperanzas como aquellas que se frustran en toda hora y en todas partes, buses que hacen pecar con los absurdos pensamientos:por eso, también detesto esos pensamientos: los míos, los de ella, pensamientos que recorren todo lo que saben vulnerable y no se cansan. Odio mis pasos, con su acostumbrada misión de ir siempre con rumbo fijo, pero maldiciendo tal obligación. Odio a Cali, una ciudad que espera, pero no le abre las puertas a los desesperados).

Todo era igual a las otras veces. Una fiesta. Algo en la cual uno trata desesperadamente de cambiar la tediosa rutina, pero nunca puede. Una fiesta igual a todas, con algunos seductores que hacen estragos en las virginidades femeninas... después, por allá... por Yumbo o Jamundí, donde usted quiera. Una fiesta con tres o cuatro muchachas que nos miran con lujuria mal disimulada. Una fiesta con numeritos que están mirando al que acaba de entrar, el tipo que se bajó de un carro último modelo. Una fiesta con uno que otro marica bien camuflado, y lo más chistoso de todo es que la que tiene al lado trata inútilmente de excitarlo con el codo o con la punta de los dedos. Una fiesta con muchachas que nunca se han dejado besar del novio, y que por equivocación son lindas. Y también con F. Upegui que entra pomposamente, viste una chaqueta roja, hace sus poses de ocasión y mira a todos lados para mirar-miradas. Una fiesta con la mamá de la dueña de la casa, que admira el baile de su hijita, pero la muy estúpida no sabe, no se imagina siquiera lo que hace su distinguida hija cuando está sola con un muchacho, y le gusta de veras. Una fiesta dónde los más hipócritas creen estar con Dios, maldita sea, y lo que están es defecándose por poder amacizar a la novia de su amigo... piensan en Dios y se defecan con toda calma mientras piensan en poder quitársela.

(Sí, odio a Cali, una ciudad con unos habitantes que caminan y caminan... y piensan en todo, y no saben si son felices, no pueden asegurarlo. Odio mi cuerpo y mi alma, dos cosas importantes, rebeldes a los cuidados y normas de la maldita sociedad. Odio mi pelo, un pelo cansado de atenciones estúpidas; un pelo que puede originar las mil y una importancias en las fuentes de soda. Odio la fachada de mi casa, por estar mirando siempre con envidia a la de la casa del frente. Odio a los muchachitos que juegan fútbol en las calles, y que con sus crueldades y su balón mal inflado tratan de olvidar que tienen que luchar con todas sus fuerzas para defender su inocencia. Sí, odio a los culicagados que cierran los ojos a la angustia de más tarde, la que nunca se cansa de atormentar todo lo que encuentra... para seguir otra vez así: con todo nuevamente, agarrando todo ¡todo! Odio a mis vecinos quienes creen encontrar en un cansado saludo mío el futuro de la patria. Odio todo lo que tengo de cielo para mirar, sí, todo lo que alcanzo, porque nunca he podido encontrar en él la parte exacta dónde habita Dios).

Conozco un amigo que le da miedo pensar en él, porque sabe que todo lo de él es mentira, que él mismo es una mentira, pero nunca ha podidopuede podrá aceptarlo. Sí, es un amigo que trata de ser fiel, pero no puede, no, lo imposibilita su cobardía.

(Odio a mis amigos... uno por uno. Unas personas que nunca han tratado de imitar mi angustia. Personas que creen vivir felices, y lo peor de todo es que yo nunca puedo pensar así. Odio a mis amigas, por tener entre ellas tanta mayoría de indiferencia. Las odio cuando acaban de bailar y se burlan de su pareja, las odio cuando tratan de aparentar el sentimiento inverso al que realmente sienten. Las odio cuando no tratan de pensar en estar mañana conmigo, en la misma hora y en la misma cama. Odio a mis amigas porque su pelo es casi tan artificial como sus pensamientos. Las odio porque ninguna sabe bailar Go-Go mejor que yo, o porque todavía no he conocido a ninguna de 15 años que valga la pena para algo inmaterial. Las odio porque creen encontrar en mí el tónico ideal para quitar complejos, pero no saben que yo los tengo en cantidades mayores que los de ellas... por montones. Las odio, y por eso no se lo dejo de hacer, porque las quiero, y aún no he aprendido a amarlas).

No sé, pero para mí lo peor de este mundo es el sentimiento de impotencia. Darse cuenta uno que todo lo que hace no sirve para nada. Estar uno convencido que hace algo importante, mientras hay cosas mucho más importantes por hacer, para darse cuenta que se sigue en el mismo estado, que no se gana nada, que no se avanza terreno, que se estanca, que se patina. Rrrrrrrrrrrrrrrrrr------rrrrrrrrrrrr----rrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr. No poder uno multiplicar talentos, estar uno convencido que está en este mundo un papel de estúpido, para mirar a Dios todos los días sin hacerle caso. ¿Y qué? ¿Busca algo positivo uno? ¿lo encuentra? Ah, no. lo único que hace usted es comer mierda. ¡Vamos hombre! No importa en qué forma se encuentre su estómago, piense en su salvación, en su destino, ¡Por Dios en su destino! Pero está bien, eso no importa. ¿Qué no? Vea, convénzase: por más que uno haga maromas en esta vida, por más que se contorsione entre las apariencias y haga volteretas en medio de los ideales, desemboca uno a la misma parte, siempre lo mismo... siempre lo mismo. Pero eso no importa, no lo tome tan en serio, porque lo más chistoso, lo más triste de todo, es que usted se puede quedar tranquilamente, suavemente, d e f e c á n do s e, p u d r i é n d o s e, p o c o a p o c o, t ó m e l o c o n c a l m a... ¡Calma! ¡Por Dios, tómelo con calma.

(Odio la avenida Sexta por creer encontrar en ella la bienhechora importancia de la verdadera personalidad. Odio el Club Campestre por ser a la vez un lugar estúpido, artificial e hipócrita. Odio el teatro Calima por estar siempre los sábados lleno de gente conocida. Odio al muchacho contento que pasa al lado, perdió al fin del año cinco materias, pero eso no le importa, porque su amiga se dejó besar en su propia cama. Odio a todos los maricas por estúpidos en toda la extensión de la palabra. Odio a mis maestros y sus intachables hipocresías. Odio las malditas horas de estudios por conseguir una buena nota. Odio a todos aquellos que se cagan en la juventud todos los días).

(¿Es que sabes una cosa? Yo me siento que no pertenezco a este ambiente, a esta falsedad, a esta hipocresía. Y ¿qué hago? No he nacido en esta clase social, por eso es que te digo que no es fácil salirme de ella. Mi familia está integrada en esa clase social que yo combato, ¿qué hago? Sí, yo he tragado, he cagado este ambiente durante quince años, y, por Dios, ahora casi no puedo salirme de él. Dices que por qué vivo yo todo angustiado y pesimista? ¿Te parece poco estar toda la vida rodeado de amistades, pero no encontrar siquiera una que se parezca a mí? No sé que voy a poder hacer. Pero a pesar de todo, la gloria está al final del camino, si no importa).

(La odio a ella por no haber podido vencer su conciencia y a sus falsas libertades. La odio porque me demostró demasiado rápido que me quería y me deseaba, pero después no supo responder a estas demostraciones. La odio porque no las supo demostrar, pero ese día se fue cargando con ellas para su cama. Yo la quiero, muchacha estúpida, ¿no se da cuenta? Pero apartándonos de eso, la odio porque me originó un problema el berraco y porque siempre se iban con mis palabras, mis gestos y mis caricias, con todo... otra vez para su cama. Pero, tal vez, para nosotros exista otra gloria al final del camino, si es que todavía nos queda un camino... quién sabe...

Odio a todas las putas por andar vendiendo añoraciones falsas en todas sus casas y sus calles. Odio las misas mal oídas... odio todas las mías. Me odio, por no saber encontrar mi misión verdadera. Por eso me odio...y a ustedes ¿les importa?

Sí, odio todo esto,todo eso, todo. Y lo odio porque lucho por conseguirlo, unas veces puedo vencer, otras no. Por eso lo odio, porque lucho por su compañía. Lo odio porque odiar es querer y aprender a amar. ¿Me entienden? Lo odio, porque no he aprendido a amar, y necesito de eso. Por eso, odio a todo el mundo, no dejo de odiar a nadie, a nada...

a nada
a nadie
¡sin excepción!)
1966


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Dirección equivocada - Julio Ramón Ribeyro

CUENTOS
Julio Ramón Ribeyro
Cátedra. Madrid, 1999

Ernest Ludwig Kirchner - Die Artistin, (1910)

Dirección equivocada

Ramón abandonó la oficina con el expediente bajo el brazo y se dirigió a la avenida Abancay. Mientras esperaba el ómnibus que lo conduciría a Lince(1), se entretuvo contemplando la demolición de las viejas casas de Lima. No pasaba un día sin que cayera un solar de la colonia, un balcón de madera tallada o simplemente una de esas apacibles quintas republicanas, donde antaño se fraguó más de una revolución. Por todo sitio se levantaban altivos edificios impersonales, iguales a los que había en cien ciudades del mundo. Lima, la adorable Lima de adobe y de madera, se iba convirtiendo en una especie de cuartel de concreto armado. La poca poesía que quedaba se había refugiado en las plazoletas abandonadas, en una que otra iglesia y en la veintena de casonas principescas, donde viejas familias languidecían entre pergaminos y amarillentos daguerrotipos.

Estas reflexiones no tenían nada que ver evidentemente con el oficio de Ramón: detector de deudores contumaces. Su jefe, esa misma mañana, le había ordenado hacer una pequisa minuciosa por Lince para encontrar a Fausto López, cliente nefasto que debía a la firma cuatro mil soles(2) en tinta y papel de imprenta.

Cuando el ómnibus lo desembarcó en Lince, Ramón se sintió deprimido, como cada vez que recorría esos barrios populares sin historia, nacidos hace veinte años por el arte de alguna especulación, muertos luego de haber llenado algunos bolsillos ministeriales, pobremente enterrados entre la gran urbe y los lujosos balnearios del Sur. Se veían chatas casitas de un piso, calzadas de tierra, pistas polvorientas, rectas calles brumosas donde no crecía un árbol, una yerba. La vida en esos barrios palpitaba un poco en las esquinas, en el interior de las pulperías(3), traficadas por caseros y borrachines.

Consultando su expediente, Ramón se dirigió a una casa de vecindad y recorrió su largo corredor perforado de puertas y ventanas, hasta una de las últimas viviendas.

Varios minutos estuvo aporreando la puerta. Por fin se abrió y un hombre somnoliento, con una camiseta agujereada, asomó el torso.
-¿Aquí vive el señor Fausto López?
-No. Aquí vivo yo, Juan Limayta, gasfitero(4).
-En estas facturas figura esta dirección -alegó Ramón, alargando su expediente.
-¿Y a mí qué? Aquí vivo yo. Pregunte por otro lado -y tiró la puerta.
Ramón salió a la calle. Recorrió aún otras casas, preguntando al azar. Nadie parecía conocer a Fausto López. Tanta ignorancia hacía pensar a Ramón en una vasta conspiración distrital destinada a ocultar a uno de sus vecinos. Tan sólo un hombre pareció recurrir a su memoria.
-¿Fausto López? Vivía por aquí pero hace tiempo que no lo veo. Me parece que se ha muerto.
Desalentado, Ramón penetró en una pulpería para beber un refresco. Acodado en el mostrador, cerca del pestilente urinario, tomó despaciosamente una coca-cola. Cuando se disponía a regresar derrotado a la oficina, vio entrar en la pulpería a un chiquillo que tenía en la mano unos programas de cine. La asociación fue instantánea. En el acto lo abordó.

-¿De dónde has sacado esos programas?
-De mi casa, ¡de dónde va a ser?
-¿Tu papá tiene una imprenta?
-Sí.
-¿Cómo se llama tu papá?
-Fausto López.
Ramón suspiró aliviado.

-Vamos allí. Necesito hablar con él.
En el camino conversaron. Ramón se enteró que Fausto López tenía una imprenta de mano, que se había mudado hacía unos meses a pocas calles de distancia y que vivía de imprimir programas para los cines del barrio.
-¿Te pagan algo por repartir los programas?
-¿Mi papá? !Ni un taco! Los dueños de los cines me dejan entrar gratis a los seriales.
En los barrios pobres también hay categorías. Ramón tuvo la evidencia de estar hollando el suburbio de un suburbio. Ya los pequeños ranchos habían desaparecido. Sólo se veían callejones, altos muros de corralón con su gran puerta de madera. Menguaron los postes del alumbrado y surgieron las primeras acequias, plagadas de inmundicias.
Cerca de los rieles el muchacho se detuvo.
-Aquí es -dijo, señalando un pasaje sombrío -. La tercera puerta. Yo me voy porque tengo que repartir todo esto por la avenida arenales.
Ramón dejó partir al muchacho y quedó un momento indeciso. Algunos chicos se divertían tirando piedras en la acequia. Un hombre salió, silbando, del pasaje y echó en sus aguas el contenido dudoso de una bacinica.
Ramón penetró hasta la tercera puerta y la golpeó varias veces con los puños. Mientras esperaba, recordó las recomendaciones de su jefe: nada de amenazas, cortesía señorial, espíritu de conciliación, confianza contagiosa. Todo esto para no intimidar al deudor, regresar con la dirección exacta y poder iniciar el juicio y el embargo.
La puerta no se abrió pero, en cambio, una ventana de madera, pequeña como el marco de un retrato, dejó al descubierto un rostro de mujer. Ramón, desprevenido, se vio tan súbitamente frente a esta aparición, que apenas tuvo tiempo de ocultar el expediente a sus espaldas.
-¿Qué cosa quiere? ¿Qué hay? -preguntaba insistentemente la mujer.
Ramón no desprendió los ojos de aquel rostro. Algo lo fascinaba en él. Quizá el hecho de estar enmarcado en la ventanilla, como si se tratara de la cabeza de una guillotina.
-¿Qué quiere usted? -proseguía la mujer-. ¿A quién busca?
Ramón titubeó. Los ojos de la mujer no lo abandonaban. Estaba tan cerca de los suyos que Ramón, por primera vez, se vio introducido en el mundo secreto de una persona extraña, contra su voluntad, como si por negligencia hubiera abierto una carta dirigida a otra persona.
-¡Mi marido no está! -insistía la mujer-. Se ha ido de viaje, regrese otro día, se lo ruego...
Los ojos seguían clavados en los ojos. Ramón seguía explorando ese mundo inespacial, presa de una súbita curiosidad pero no como quien contempla los objetos que están detrás de una vidriera sino como quien trata de reconstruir la leyenda que se oculta detrás de una fecha. Solamente cuando la mujer continuó sus protestas, con voz cada vez más desfalleciente, Ramón se dio cuenta que ese mundo estaba desierto, que no guardaba otra cosa que una duración dolorosa, una historia marcada por el terror.
-Soy vendedor de radios -dijo rápidamente-. ¿No quiere comprar uno? Los dejamos muy baratos, a plazos.
-¡No, no, radios no, ya tenemos, nada de radios! -suspiró la mujer y, casi asfixiada, tiró violentamente el postigo.

Ramón quedó un momento delante de la puerta. Sentía un insoportable dolor de cabeza. Colocando su expediente bajo el brazo, abandonó el pasaje y se echó a caminar por Lince, buscando un taxi. Cuando llegó a una esquina, cogió el cartapacio, lo contempló un momento y debajo del nombre de Fausto López escribió: "Dirección equivocada". Al hacerlo, sin embargo, tuvo la sospecha de que no procedía así por justicia, ni siquiera por esa virtud sospechosa que se llama caridad, sino simplemente porque aquella mujer era un poco bonita.

(Amberes, 1957)

(1) Lince, barrio de Lima habitado mayormente por gente de clase media-baja.

(2) Sol, moneda peruana.

(3) Pulpería, tienda de verduras y comestibles donde también suele haber un pequeño mostrador para despachar bebidas.

(4) Gasfitero, fontanero.
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El cuento de la isla desconocida - José Saramago

Hoy, 18 de junio de 2010, ha muerto el querido escritor portugués JOSÉ SARAMAGO, quien en 1998 recibió el Premio Nobel de Literatura. Paz en su tumba.

Para recordarlo les invito a leer uno de sus cuentos.

***
El cuento de la isla desconocida

Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara. Entonces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza que, no teniendo en quién mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y tú qué quieres. El suplicante decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba en un canto de la puerta, a la espera de que el requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario, hasta llegar al rey. Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y ya no era pequeña señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía un informe fundamentado por escrito al primer secretario que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado.

Sin embargo, en el caso del hombre que quería un barco, las cosas no ocurrieron así. Cuando la mujer de la limpieza le preguntó por el resquicio de la puerta, Y tú qué quieres, el hombre, en vez de pedir, como era la costumbre de todos, un título, una condecoración, o simplemente dinero, respondió. Quiero hablar con el rey, Ya sabes que el rey no puede venir, está en la puerta de los obsequios, respondió la mujer, Pues entonces ve y dile que no me iré de aquí hasta que él venga personalmente para saber lo que quiero, remató el hombre, y se tumbó todo lo largo que era en el rellano, tapándose con una manta porque hacía frío. Entrar y salir sólo pasándole por encima. Ahora, bien, esto suponía un enorme problema, si tenemos en consideración que, de acuerdo con la pragmática de las puertas, sólo se puede atender a un suplicante cada vez, de donde resulta que mientras haya alguien esperando una respuesta, ninguna otra persona podrá aproximarse para exponer sus necesidades o sus ambiciones. A primera vista, quien ganaba con este artículo del reglamento era el rey, puesto que al ser menos numerosa la gente que venía a incomodarlo con lamentos, más tiempo tenía, y más sosiego, para recibir, contemplar y guardar los obsequios. A segunda vista, sin embargo, el rey perdía, y mucho, porque las protestas públicas, al notarse que la respuesta tardaba más de lo que era justo, aumentaban gravemente el descontento social, lo que, a su vez, tenía inmediatas y negativas consecuencias en el flujo de obsequios. En el caso que estamos narrando, el resultado de la ponderación entre los beneficios y los perjuicios fue que el rey, al cabo de tres días, y en real persona, se acercó a la puerta de las peticiones, para saber lo que quería el entrometido que se había negado a encaminar el requerimiento por las pertinentes vías burocráticas. Abre la puerta, dijo el rey a la mujer de la limpieza, y ella preguntó, Toda o sólo un poco.

El rey dudó durante un instante, verdaderamente no le gustaba mucho exponerse a los aires de la calle, pero después reflexionó que parecería mal, aparte de ser indigno de su majestad, hablar con un súbdito a través de una rendija, como si le tuviese miedo, sobre todo asistiendo al coloquio la mujer de la limpieza, que luego iría por ahí diciendo Dios sabe qué, De par en par, ordenó. El hombre que quería un barco se levantó del suelo cuando comenzó a oír los ruidos de los cerrojos, enrolló la manta y se puso a esperar. Estas señales de que finalmente alguien atendería y que por tanto el lugar pronto quedaría desocupado, hicieron aproximarse a la puerta a unos cuantos aspirantes a la liberalidad del trono que andaban por allí, prontos para asaltar el puesto apenas quedase vacío. La inopinada aparición del rey (nunca una tal cosa había sucedido desde que usaba corona en la cabeza) causó una sorpresa desmedida, no sólo a los dichos candidatos, sino también entre la vecindad que, atraída por el alborozo repentino, se asomó a las ventanas de las casas, en el otro lado de la calle. La única persona que no se sorprendió fue el hombre que vino a pedir un barco. Calculaba él, y acertó en la previsión, que el rey, aunque tardase tres días, acabaría sintiendo la curiosidad de ver la cara de quien, nada más y nada menos, con notable atrevimiento, lo había mandado llamar. Dividido entre la curiosidad irreprimible y el desagrado de ver tantas personas juntas, el rey, con el peor de los modos, preguntó tres preguntas seguidas, Tú qué quieres, Por qué no dijiste lo que querías, Te crees que no tengo nada más que hacer, pero el hombre sólo respondió a la primera pregunta, Dame un barco, dijo. El asombro dejó al rey hasta tal punto desconcertado que la mujer de la limpieza se vio obligada a acercarle una silla de enea, la misma en que ella se sentaba cuando necesitaba trabajar con el hilo y la aguja, pues, además de la limpieza, tenía también la responsabilidad de algunas tareas menores de costura en el palacio, como zurcir las medias de los pajes. Mal sentado, porque la silla de enea era mucho más baja que el trono, el rey buscaba la mejor manera de acomodar las piernas, ora encogiéndolas, ora extendiéndolas para los lados, mientras el hombre que quería un barco esperaba con paciencia la pregunta que seguiría, Y tú para qué quieres un barco, si puede saberse, fue lo que el rey preguntó cuando finalmente se dio por instalado con sufrible comodidad en la silla de la mujer de la limpieza, Para buscar la isla desconocida, respondió el hombre. Qué isla desconocida, preguntó el rey, disimulando la risa, como si tuviese enfrente a un loco de atar, de los que tienen manías de navegaciones, a quien no sería bueno contrariar así de entrada, La isla desconocida, repitió el hombre, Hombre, ya no hay islas desconocidas, Quién te ha dicho, rey, que ya no hay islas desconocidas, Están todas en los mapas, En los mapas están sólo las islas conocidas, Y qué isla desconocida es esa que tú buscas, Si te lo pudiese decir, entonces no sería desconocida, A quién has oído hablar de ella, preguntó el rey, ahora más serio, A nadie, En ese caso, por qué te empeñas en decir que ella existe, Simplemente porque es imposible que no exista una isla desconocida, Y has venido aquí para pedirme un barco, Sí, vine aquí para pedirte un barco, Y tú quién eres para que yo te lo dé, Y tú quién eres para no dármelo, Soy el rey de este reino y los barcos del reino me pertenecen todos, Más les pertenecerás tú a ellos que ellos a ti, Qué quieres decir, preguntó el rey inquieto, Que tú sin ellos nada eres, y que ellos, sin ti, pueden navegar siempre, Bajo mis órdenes, con mis pilotos y mis marineros, No te pido marineros ni piloto, sólo te pido un barco, Y esa isla desconocida, si la encuentras, será para mí, A ti, rey, sólo te interesan las islas conocidas,

También me interesan las desconocidas, cuando dejan de serlo, Tal vez ésta no se deje conocer, Entonces no te doy el barco, Darás. Al oír esta palabra, pronunciada con tranquila firmeza, los aspirantes a la puerta de las peticiones, en quienes, minuto tras minuto, desde el principio de la conversación iba creciendo la impaciencia, más por librarse de él que por simpatía solidaria, resolvieron intervenir en favor del hombre que quería el barco, comenzando a gritar. Dale el barco, dale el barco. El rey abrió la boca para decirle a la mujer de la limpieza que llamara a la guardia del palacio para que estableciera inmediatamente el orden público e impusiera disciplina, pero, en ese momento, las vecinas que asistían a la escena desde las ventanas se unieron al coro con entusiasmo, gritando como los otros, Dale el barco, dale el barco. Ante tan ineludible manifestación de voluntad popular y preocupado con lo que, mientras tanto, habría perdido en la puerta de los obsequios, el rey levantó la mano derecha imponiendo silencio y dijo, Voy a darte un barco, pero la tripulación tendrás que conseguirla tú, mis marineros me son precisos para las islas conocidas. Los gritos de aplauso del público no dejaron que se percibiese el agradecimiento del hombre que vino a pedir un barco, por el movimiento de los labios tanto podría haber dicho Gracias, mi señor, como Ya me las arreglaré, pero lo que nítidamente se oyó fue lo que a continuación dijo el rey, Vas al muelle, preguntas por el capitán del puerto, le dices que te mando yo, y él que te dé el barco, llevas mi tarjeta. El hombre que iba a recibir un barco leyó la tarjeta de visita, donde decía Rey debajo del nombre del rey, y eran éstas las palabras que él había escrito sobre el hombro de la mujer de la limpieza, Entrega al portador un barco, no es necesario que sea grande, pero que navegue bien y sea seguro, no quiero tener remordimientos en la conciencia si las cosas ocurren mal. Cuando el hombre levantó la cabeza, se supone que esta vez iría a agradecer la dádiva, el rey ya se había retirado, sólo estaba la mujer de la limpieza mirándolo con cara de circunstancias. El hombre bajó del peldaño de la puerta, señal de que los otros candidatos podían avanzar por fin, superfluo será explicar que la confusión fue indescriptible, todos queriendo llegar al sitio en primer lugar, pero con tan mala suerte que la puerta ya estaba cerrada otra vez. La aldaba de bronce volvió a llamar a la mujer de la limpieza, pero la mujer de la limpieza no está, dio la vuelta y salió con el cubo y la escoba por otra puerta, la de las decisiones, que apenas es usada, pero cuando lo es, lo es. Ahora sí, ahora se comprende el porqué de la cara de circunstancias con que la mujer de la limpieza estuvo mirando, ya que, en ese preciso momento, había tomado la decisión de seguir al hombre así que él se dirigiera al puerto para hacerse cargo del barco. Pensó que ya bastaba de una vida de limpiar y lavar palacios, que había llegado la hora de mudar de oficio, que lavar y limpiar barcos era su vocación verdadera, al menos en el mar el agua no le faltaría. No imagina el hombre que, sin haber comenzado a reclutar la tripulación, ya lleva detrás a la futura responsable de los baldeos y otras limpiezas, también es de este modo como el destino acostumbra a comportarse con nosotros, ya está pisándonos los talones, ya extendió la mano para tocarnos en el hombro, y nosotros todavía vamos murmurando, Se acabó, no hay nada más que ver, todo es igual.

Andando, andando, el hombre llegó al puerto, fue al muelle, preguntó por el capitán, y mientras venía, se puso a adivinar cuál sería, de entre los barcos que allí estaban, el que iría a ser suyo, grande ya sabía que no, la tarjeta de visita del rey era muy clara en este punto, por consiguiente quedaban descartados los paquebotes, los cargueros y los navíos de guerra, tampoco podría ser tan pequeño que aguantase mal las fuerzas del viento y los rigores del mar, en este punto también había sido categórico el rey, que navegue bien y sea seguro, fueron éstas sus formales palabras, excluyendo así explícitamente los botes, las falúas y las chalupas, que siendo buenos navegantes, y seguros, cada uno conforme a su condición, no nacieron para surcar los océanos, que es donde se encuentran las islas desconocidas. Un poco apartada de allí, escondida detrás de unos bidones, la mujer de la limpieza pasó los ojos por los barcos atracados, Para mi gusto, aquél, pensó, aunque su opinión no contaba, ni siquiera había sido contratada, vamos a oír antes lo que dirá el capitán del puerto. El capitán vino, leyó la tarjeta, miró al hombre de arriba abajo y le hizo la pregunta que al rey no se le había ocurrido, Sabes navegar, tienes carnet de navegación, a lo que el hombre respondió, Aprenderé en el mar. El capitán dijo, No te lo aconsejaría, capitán soy yo, y no me atrevo con cualquier barco, Dame entonces uno con el que pueda atreverme, no, uno de ésos no, dame un barco que yo respete y que pueda respetarme a mí, Ese lenguaje es de marinero, pero tú no eres marinero, Si tengo el lenguaje, es como si lo fuese. El capitán volvió a leer la tarjeta del rey, después preguntó, Puedes decirme para qué quieres el barco, Para ir en busca de la isla desconocida, Ya no hay islas desconocidas, Lo mismo me dijo el rey, Lo que él sabe de islas lo aprendió conmigo, Es extraño que tú, siendo hombre de mar, me digas eso, que ya no hay islas desconocidas, hombre de tierra soy yo, y no ignoro que todas las islas, incluso las conocidas, son desconocidas mientras no desembarcamos en ellas, Pero tú, si bien entiendo, vas a la búsqueda de una donde nadie haya desembarcado nunca, Lo sabré cuando llegue, Si llegas, Sí, a veces se naufraga en el camino, pero si tal me ocurre, deberás escribir en los anales del puerto que el punto adonde llegué fue ése, Quieres decir que llegar, se llega siempre, No serías quien eres si no lo supieses ya. El capitán del puerto dijo, Voy a darte la embarcación que te conviene. Cuál, Es un barco con mucha experiencia, todavía del tiempo en que toda la gente andaba buscando islas desconocidas, Cuál, Creo que incluso encontró algunas, Cuál, Aquél. Así que la mujer de la limpieza percibió para dónde apuntaba el capitán, salió corriendo de detrás de los bidones y gritó, Es mi barco, es mi barco, hay que perdonarle la insólita reivindicación de propiedad, a todo título abusiva, el barco era aquel que le había gustado, simplemente. Parece una carabela, dijo el hombre, Más o menos, concordó el capitán, en su origen era una carabela, después pasó por arreglos y adaptaciones que la modificaron un poco, Pero continúa siendo una carabela, Sí, en el conjunto conserva el antiguo aire, Y tiene mástiles y velas, Cuando se va en busca de islas desconocidas, es lo más recomendable. La mujer de la limpieza no se contuvo, Para mí no quiero otro, Quién eres tú, preguntó el hombre, No te acuerdas de mí, No tengo idea, Soy la mujer de la limpieza, Qué limpieza, La del palacio del rey, La que abría la puerta de las peticiones, No había otra, Y por qué no estás en el palacio del rey, limpiando y abriendo puertas, Porque las puertas que yo quería ya fueron abiertas y porque de hoy en adelante sólo limpiaré barcos, Entonces estás decidida a ir conmigo en busca de la isla desconocida, Salí del palacio por la puerta de las decisiones, Siendo así, ve para la carabela, mira cómo está aquello, después del tiempo pasado debe precisar de un buen lavado, y ten cuidado con las gaviotas, que no son de fiar, No quieres venir conmigo a conocer tu barco por dentro, Dijiste que era tuyo, Disculpa, fue sólo porque me gustó, Gustar es probablemente la mejor manera de tener, tener debe de ser la peor manera de gustar. El capitán del puerto interrumpió la conversación, Tengo que entregar las llaves al dueño del barco, a uno o a otro, resuélvanlo, a mí tanto me da, Los barcos tienen llave, preguntó el hombre, Para entrar, no, pero allí están las bodegas y los pañoles, y el camarote del comandante con el diario de a bordo, Ella que se encargue de todo, yo voy a reclutar la tripulación, dijo el hombre, y se apartó.

La mujer de la limpieza fue a la oficina del capitán para recoger las llaves, después entró en el barco, dos cosas le valieron, la escoba del palacio y el aviso contra las gaviotas, todavía no había acabado de atravesar la pasarela que unía la amurada al atracadero y ya las malvadas se precipitaban sobre ella gritando, furiosas, con las fauces abiertas, como si la fueran a devorar allí mismo. No sabían con quién se enfrentaban. La mujer de la limpieza posó el cubo, se guardó las llaves en el seno, plantó bien los pies en la pasarela y, remolineando la escoba como si fuese un espadón de los buenos tiempos, consiguió poner en desbandada a la cuadrilla asesina. Sólo cuando entró en el barco comprendió la ira de las gaviotas, había nidos por todas partes, muchos de ellos abandonados, otros todavía con huevos, y unos pocos con gaviotillas de pico abierto, a la espera de comida, Pues sí, pero será mejor que se muden de aquí, un barco que va en busca de la isla desconocida no puede tener este aspecto, como si fuera un gallinero, dijo. Tiró al agua los nidos vacíos, los otros los dejó, luego veremos. Después se remangó las mangas y se puso a lavar la cubierta. Cuando acabó la dura tarea, abrió el pañol de las velas y procedió a un examen minucioso del estado de las costuras, tanto tiempo sin ir al mar y sin haber soportado los estirones saludables del viento. Las velas son los músculos del barco, basta ver cómo se hinchan cuando se esfuerzan, pero, y eso mismo les sucede a los músculos, si no se les da uso regularmente, se aflojan, se ablandan, pierden nervio. Y las costuras son los nervios de las velas, pensó la mujer de la limpieza, contenta por aprender tan de prisa el arte de la marinería. Encontró deshilachadas algunas bastillas, pero se conformó con señalarlas, dado que para este trabajo no le servían la aguja y el hilo con que zurcía las medias de los pajes antiguamente, o sea, ayer. En cuanto a los otros pañoles, enseguida vio que estaban vacíos. Que el de la pólvora estuviese desabastecido, salvo un polvillo negro en el fondo, que al principio le parecieron cagaditas de ratón, no le importó nada, de hecho no está escrito en ninguna ley, por lo menos hasta donde la sabiduría de una mujer de la limpieza es capaz de alcanzar, que ir por una isla desconocida tenga que ser forzosamente una empresa de guerra. Ya le enfadó, y mucho, la falta absoluta de municiones de boca en el pañol respectivo, no por ella, que estaba de sobra acostumbrada al mal rancho del palacio, sino por el hombre al que dieron este barco, no tarda que el sol se ponga, y él aparecerá por ahí clamando que tiene hambre, que es el dicho de todos los hombres apenas entran en casa, como si sólo ellos tuviesen estómago y sufriesen de la necesidad de llenarlo, Y si trae marineros para la tripulación, que son unos ogros comiendo, entonces no sé cómo nos vamos a gobernar, dijo la mujer de la limpieza.

No merecía la pena preocuparse tanto. El sol acababa de sumirse en el océano cuando el hombre que tenía un barco surgió en el extremo del muelle. Traía un bulto en la mano, pero venía solo y cabizbajo. La mujer de la limpieza fue a esperarlo a la pasarela, antes de que abriera la boca para enterarse de cómo había transcurrido el resto del día, él dijo, Estate tranquila, traigo comida para los dos, Y los marineros, preguntó ella, Como puedes ver, no vino ninguno, Pero los dejaste apalabrados, al menos, volvió a preguntar ella, Me dijeron que ya no hay islas desconocidas, y que, incluso habiéndolas, no iban a dejar el sosiego de sus lares y la buena vida de los barcos de línea para meterse en aventuras oceánicas, a la búsqueda de un imposible, como si todavía estuviéramos en el tiempo del mar tenebroso, Y tú qué les respondiste, Que el mar es siempre tenebroso, Y no les hablaste de la isla desconocida, Cómo podría hablarles de una isla desconocida, si no la conozco, Pero tienes la certeza de que existe, Tanta como de que el mar es tenebroso, En este momento, visto desde aquí, con las aguas color de jade y el cielo como un incendio, de tenebroso no le encuentro nada, Es una ilusión tuya, también las islas a veces parece que fluctúan sobre las aguas y no es verdad, Qué piensas hacer, si te falta una tripulación, Todavía no lo sé, Podríamos quedarnos a vivir aquí, yo me ofrecería para lavar los barcos que vienen al muelle, y tú, Y yo, Tendrás un oficio, una profesión, como ahora se dice, Tengo, tuve, tendré si fuera preciso, pero quiero encontrar la isla desconocida, quiero saber quién soy yo cuando esté en ella, No lo sabes, Si no sales de ti, no llegas a saber quién eres, El filósofo del rey, cuando no tenía nada que hacer, se sentaba junto a mí, para verme zurcir las medias de los pajes, y a veces le daba por filosofar, decía que todo hombre es una isla, yo, como aquello no iba conmigo, visto que soy mujer, no le daba importancia, tú qué crees, Que es necesario salir de la isla para ver la isla, que no nos vemos si no nos salimos de nosotros, Si no salimos de nosotros mismos, quieres decir, No es igual. El incendio del cielo iba languideciendo, el agua de repente adquirió un color morado, ahora ni la mujer de la limpieza dudaría que el mar es de verdad tenebroso, por lo menos a ciertas horas.

Dijo el hombre, Dejemos las filosofías para el filósofo del rey, que para eso le pagan, ahora vamos a comer, pero la mujer no estuvo de acuerdo, Primero tienes que ver tu barco, sólo lo conoces por fuera. Qué tal lo encontraste, Hay algunas costuras de las velas que necesitan refuerzo, Bajaste a la bodega, encontraste agua abierta, En el fondo hay alguna, mezclada con el lastre, pero eso me parece que es lo apropiado, le hace bien al barco, Cómo aprendiste esas cosas, Así, Así cómo, Como tú, cuando dijiste al capitán del puerto que aprenderías a navegar en la mar, Todavía no estamos en el mar, Pero ya estamos en el agua, Siempre tuve la idea de que para la navegación sólo hay dos maestros verdaderos, uno es el mar, el otro es el barco, Y el cielo, te olvidas del cielo, Sí, claro, el cielo, Los vientos, Las nubes, El cielo, Sí, el cielo.

En menos de un cuarto de hora habían acabado la vuelta por el barco, una carabela, incluso transformada, no da para grandes paseos. Es bonita, dijo el hombre, pero si no consigo tripulantes suficientes para la maniobra, tendré que ir a decirle al rey que ya no la quiero, Te desanimas a la primera contrariedad, La primera contrariedad fue esperar al rey tres días, y no desistí, Si no encuentras marineros que quieran venir, ya nos las arreglaremos los dos, Estás loca, dos personas solas no serían capaces de gobernar un barco de éstos, yo tendría que estar siempre al timón, y tú, ni vale la pena explicarlo, es una locura, Después veremos, ahora vamos a cenar. Subieron al castillo de popa, el hombre todavía protestando contra lo que llamara locura, allí la mujer de la limpieza abrió el fardel que él había traído, un pan, queso curado, de cabra, aceitunas, una botella de vino. La luna ya estaba a medio palmo sobre el mar, las sombras de la verga y del mástil grande vinieron a tumbarse a sus pies. Es realmente bonita nuestra carabela, dijo la mujer, y enmendó enseguida, La tuya, tu carabela, Supongo que no será mía por mucho tiempo, Navegues o no navegues con ella, la carabela es tuya, te la dio el rey, Se la pedí para buscar una isla desconocida, Pero estas cosas no se hacen de un momento para otro, necesitan su tiempo, ya mi abuelo decía que quien va al mar se avía en tierra, y eso que él no era marinero, Sin marineros no podremos navegar, Eso ya lo has dicho, Y hay que abastecer el barco de las mil cosas necesarias para un viaje como éste, que no se sabe adónde nos llevará, Evidentemente, y después tendremos que esperar a que sea la estación apropiada, y salir con marea buena, y que venga gente al puerto a desearnos buen viaje, Te estás riendo de mí, Nunca me reiría de quien me hizo salir por la puerta de las decisiones, Discúlpame, Y no volveré a pasar por ella, suceda lo que suceda. La luz de la luna iluminaba la cara de la mujer de la limpieza, Es bonita, realmente es bonita, pensó el hombre, y esta vez no se refería a la carabela. La mujer, ésa, no pensó nada, lo habría pensado todo durante aquellos tres días, cuando entreabría de vez en cuando la puerta para ver si aquél aún continuaba fuera, a la espera. No sobró ni una miga de pan o de queso, ni una gota de vino, los huesos de las aceitunas fueron a parar al agua, el suelo está tan limpio como quedó cuando la mujer de la limpieza le pasó el último paño. La sirena de un paquebote que se hacía a la mar soltó un ronquido potente, como debieron de ser los del leviatán, y la mujer dijo, Cuando sea nuestra vez, haremos menos ruido. A pesar de que estaban en el interior del muelle, el agua se onduló un poco al paso del paquebote, y el hombre dijo, Pero nos balancearemos mucho más. Se rieron los dos, después se callaron, pasado un rato uno de ellos opinó que lo mejor sería irse a dormir. No es que yo tenga mucho sueño, y el otro concordó, Ni yo, después se callaron otra vez, la luna subió y continuó subiendo, a cierta altura la mujer dijo, Hay literas abajo, y el hombre dijo, Sí, y entonces fue cuando se levantaron y descendieron a la cubierta, ahí la mujer dijo, Hasta mañana, yo voy para este lado, y el hombre respondió, Y yo para éste, hasta mañana, no dijeron babor o estribor, probablemente porque todavía están practicando en las artes. La mujer volvió atrás, Me había olvidado, se sacó del bolsillo dos cabos de velas, Los encontré cuando limpiaba, pero no tengo cerillas, Yo tengo, dijo el hombre. Ella mantuvo las velas, una en cada mano, él encendió un fósforo, después, abrigando la llama bajo la cúpula de los dedos curvados la llevó con todo el cuidado a los viejos pabilos, la luz prendió, creció lentamente como la de la luna, bañó la cara de la mujer de la limpieza, no sería necesario decir que él pensó, Es bonita, pero lo que ella pensó, sí, Se ve que sólo tiene ojos para la isla desconocida, he aquí cómo se equivocan las personas interpretando miradas, sobre todo al principio. Ella le entregó una vela, dijo, Hasta mañana, duerme bien, él quiso decir lo mismo, de otra manera, Que tengas sueños felices, fue la frase que le salió, dentro de nada, cuando esté abajo, acostado en su litera, se le ocurrirán otras frases, más espiritosas, sobre todo más insinuantes, como se espera que sean las de un hombre cuando está a solas con una mujer. Se preguntaba si ella dormiría, si habría tardado en entrar en el sueño, después imaginó que andaba buscándola y no la encontraba en ningún sitio, que estaban perdidos los dos en un barco enorme, el sueño es un prestidigitador hábil, muda las proporciones de las cosas y sus distancias, separa a las personas y ellas están juntas, las reúne, y casi no se ven una a otra, la mujer duerme a pocos metros y él no sabe cómo alcanzarla, con lo fácil que es ir de babor a estribor.

Le había deseado buenos sueños, pero fue él quien se pasó toda la noche soñando. Soñó que su carabela navegaba por alta mar, con las tres velas triangulares gloriosamente hinchadas, abriendo camino sobre las olas, mientras él manejaba la rueda del timón y la tripulación descansaba a la sombra. No entendía cómo estaban allí los marineros que en el puerto y en la ciudad se habían negado a embarcar con él para buscar la isla desconocida, probablemente se arrepintieron de la grosera ironía con que lo trataron. Veía animales esparcidos por la cubierta, patos, conejos, gallinas, lo habitual de la crianza doméstica, comiscando los granos de millo o royendo las hojas de col que un marinero les echaba, no se acordaba de cuándo los habían traído para el barco, fuese como fuese, era natural que estuviesen allí, imaginemos que la isla desconocida es, como tantas veces lo fue en el pasado, una isla desierta, lo mejor será jugar sobre seguro, todos sabemos que abrir la puerta de la conejera y agarrar un conejo por las orejas siempre es más fácil que perseguirlo por montes y valles. Del fondo de la bodega sube ahora un relincho de caballos, de mugidos de bueyes, de rebuznos de asnos, las voces de los nobles animales necesarios para el trabajo pesado, y cómo llegaron ellos, cómo pueden caber en una carabela donde la tripulación humana apenas tiene lugar, de súbito el viento dio una cabriola, la vela mayor se movió y ondeó, detrás estaba lo que antes no se veía, un grupo de mujeres que incluso sin contarlas se adivinaba que eran tantas cuantos los marineros, se ocupan de sus cosas de mujeres, todavía no ha llegado el tiempo de ocuparse de otras, está claro que esto sólo puede ser un sueño, en la vida real nunca se ha viajado así. El hombre del timón buscó con los ojos a la mujer de la limpieza y no la vio. Tal vez esté en la litera de estribor, descansando de la limpieza de la cubierta, pensó, pero fue un pensar fingido, porque bien sabe, aunque tampoco sepa cómo lo sabe, que ella a última hora no quiso venir, que saltó para el embarcadero, diciendo desde allí, Adiós, adiós, ya que sólo tienes ojos para la isla desconocida, me voy, y no era verdad, ahora mismo andan los ojos de él pretendiéndola y no la encuentran. En este momento se cubrió el cielo y comenzó a llover y, habiendo llovido, principiaron a brotar innumerables plantas de las filas de sacos de tierra alineados a lo largo de la amurada, no están allí porque se sospeche que no haya tierra bastante en la isla desconocida, sino porque así se ganará tiempo, el día que lleguemos sólo tendremos que trasplantar los árboles frutales, sembrar los granos de las pequeñas cosechas que van madurando aquí, adornar los jardines con las flores que abrirán de estos capullos. El hombre del timón pregunta a los marineros que descansan en cubierta si avistan alguna isla desconocida, y ellos responden que no ven ni de unas ni de otras, pero que están pensando desembarcar en la primera tierra habitada que aparezca, siempre que haya un puerto donde fondear, una taberna donde beber y una cama donde folgar, que aquí no se puede, con toda esta gente junta. Y la isla desconocida, preguntó el hombre del timón, La isla desconocida es cosa inexistente, no pasa de una idea de tu cabeza, los geógrafos del rey fueron a ver en los mapas y declararon que islas por conocer es cosa que se acabó hace mucho tiempo, Debieron haberse quedado en la ciudad, en lugar de venir a entorpecerme la navegación, Andábamos buscando un lugar mejor para vivir y decidimos aprovechar tu viaje, No son marineros, Nunca lo fuimos, Solo no seré capaz de gobernar el barco, Haber pensado en eso antes de pedírselo al rey, el mar no enseña a navegar. Entonces el hombre del timón vio tierra a lo lejos y quiso pasar adelante, hacer cuenta de que ella era el reflejo de otra tierra, una imagen que hubiese venido del otro lado del mundo por el espacio, pero los hombres que nunca habían sido marineros protestaron, dijeron que era allí mismo donde querían desembarcar, Esta es una isla del mapa, gritaron, te mataremos si no nos llevas. Entonces, por sí misma, la carabela viró la proa en dirección a tierra, entró en el puerto y se encostó a la muralla del embarcadero, Pueden irse, dijo el hombre del timón, acto seguido salieron en orden, primero las mujeres, después los hombres, pero no se fueron solos, se llevaron con ellos los patos, los conejos y las gallinas, se llevaron los bueyes, los asnos y los caballos, y hasta las gaviotas, una tras otra, levantaron el vuelo y se fueron del barco, transportando en el pico a sus gaviotillas, proeza que no habían acometido nunca, pero siempre hay una primera vez. El hombre del timón contempló la desbandada en silencio, no hizo nada para retener a quienes lo abandonaban, al menos le habían dejado los árboles, los trigos y las flores, con las trepadoras que se enrollaban a los mástiles y pendían de la amurada como festones. Debido al atropello de la salida se habían roto y derramado los sacos de tierra, de modo que la cubierta era como un campo labrado y sembrado, sólo falta que caiga un poco más de lluvia para que sea un buen año agrícola. Desde que el viaje a la isla desconocida comenzó, no se ha visto comer al hombre del timón, debe de ser porque está soñando, apenas soñando, y si en el sueño les apeteciese un trozo de pan o una manzana, sería un puro invento, nada más. Las raíces de los árboles están penetrando en el armazón del barco, no tardará mucho en que estas velas hinchadas dejen de ser necesarias, bastará que el viento sople en las copas y vaya encaminando la carabela a su destino. Es un bosque que navega y se balancea sobre las olas, un bosque en donde, sin saberse cómo, comenzaron a cantar pájaros, estarían escondidos por ahí y pronto decidieron salir a la luz, tal vez porque la cosecha ya esté madura y es la hora de la siega. Entonces el hombre fijó la rueda del timón y bajó al campo con la hoz en la mano, y, cuando había segado las primeras espigas, vio una sombra al lado de su sombra. Se despertó abrazado a la mujer de la limpieza, y ella a él, confundidos los cuerpos, confundidas las literas, que no se sabe si ésta es la de babor o la de estribor. Después, apenas el sol acabó de nacer, el hombre y la mujer fueron a pintar en la proa del barco, de un lado y de otro, en blancas letras, el nombre que todavía le faltaba a la carabela. Hacia la hora del mediodía, con la marea, La Isla Desconocida se hizo por fin a la mar, a la búsqueda de sí misma.



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La Casa del Juez - Bram Stoker

Francis Bacon - "Second Version Of Triptych"
(detalle)

La Casa del Juez
(The Judge's House)

Por: Bram Stoker

Próxima la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar solitario donde poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y también desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho tiempo sus encantos. Lo que buscaba era un pueblo donde nada le distrajera del estudio. Frenó sus deseos de pedir consejo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya conocido donde, indudablemente, tendría amigos.

Malcolmson deseaba evitar las amistades así que decidió buscar por sí mismo. Hizo su equipaje, tan sólo una maleta con un poco de ropa y todos los libros que necesitaba, y compró un billete para el primer nombre desconocido que vio en los itinerarios de los trenes de cercanías. Cuando al cabo de tres horas de viaje se apeó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que había conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y la tranquilidad necesarios para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la única fonda del lugar, y tomó una habitación para la noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban regularmente mercados, y una semana de cada mes era invadido por una enorme muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que pueda tener un desierto.

Al día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más aislada y apacible que una fonda tan tranquila como El Buen Viajero. Sólo encontró un lugar que satisfacía realmente sus más exageradas ideas acerca de la tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era la palabra apropiada para aquel sitio; desolación era el único término que podía transmitir una idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de construcción pesada y estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de lo acostumbrado y situadas más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada por un alto muro de ladrillos sólidamente construido. En realidad, daba más la impresión de un edificio fortificado que de una simple vivienda. Pero todo esto era lo que le gustaba a Malcolmson. He aquí —pensó— el lugar que estaba buscando, y sólo si lo consigo me sentiré feliz. Su alegría aumentó cuando se dio cuenta de que estaba sin alquilar en aquel momento.

En la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió mucho al saber que alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor Carnford, abogado local y agente inmobiliario, era un amable caballero de edad avanzada que confesó con franqueza el placer que le producía el que alguien desease alquilar la casa.

-A decir verdad -señaló- me alegraría por los dueños, naturalmente, que alguien ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con ello el pueblo pudiera acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante tanto tiempo que se ha levantado una especie de prejuicio absurdo a su alrededor, y la mejor manera de acabar con él es ocuparla.... aunque sólo sea -añadió, alzando una astuta mirada hacia Malcolmson- por un estudiante, que desea quietud durante algún tiempo.

Malcolmson juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del absurdo prejuicio; sabía que sobre aquel tema podría conseguir más información otro lugar. Pagó por adelantado tres meses, se guardó el recibo y el nombre de una señora que posiblemente se comprometería a ocuparse de él, y se marchó con las llaves en el bolsillo. De ahí fue directamente a hablar con la dueña de la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó las manos con estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse.

-¡En la Casa del Juez no! -exclamó, palideciendo.
Él respondió que ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba situada. Cuando hubo terminado, la mujer contestó:
-¡Sí, no cabe duda..., no cabe duda de que es el mismo sitio! Es la Casa del Juez.

Entonces él le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y qué tenía ella en contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban asi porque hacía muchos años (no podía decir exactamente cuántos, puesto que ella era de otra parte de la región, pero debían de ser al menos unos cien o quizá más) había sido el domicilio de cierto juez que en su tiempo inspiró gran espanto a causa del rigor de sus sentencias y de la hostilidad con la que siempre se enfrentó a los acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa no podía decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo, pero nadie la supo informar. De todos modos, el sentimiento general era de que allí había algo, y ella por su parte no aceptaría ni todo el dinero del Banco de Drinkswater si a cambio se le pedía que permaneciera una sola hora a solas en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson ante la posibilidad de que sus palabras pudieran preocuparle.

-Es que esas cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un caballero tan joven, se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan solo... Si fuera hijo mío, y perdone que se lo diga, no pasaría usted allí ni una noche, aunque tuviera que ir yo misma en persona y hacer sonar la gran campana de alarma que hay en el tejado.

La pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson, además de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto apreciaba el interés que se tomaba por él y luego, amablemente, añadió:

-Pero mi querida señora Witham, le aseguro que no es necesario que se preocupe por mí. Un hombre que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene demasiadas cosas en la cabeza para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos algos; por otraparte, mi trabajo es demasiado exacto y prosaico como para permitir que algún rincón de mi mente preste atención a misterios de cualquier tipo. ¡La progresión armónica las permutaciones, las combinaciones y las funciones elípticas son ya misterios suficientes para mí!

La señora Witham se encargó amablemente de su ministrarle provisiones, y fue en busca de la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él. Cuando, al cabo de horas, regresó con ella a la Casa del Juez, se encontró con la señora Witham, que le esperaba en persona, junto con varios hombres y chiquillos llevando paquetes, e incluso de una cama que habían transportado en una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque era posible que las sillas y las mesas estuvieran todas muy bien conservadas y fueran utilizables, no era bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que no había sido oreada desde hacía por lo menos cincuenta años. La buena mujer sentía todas luces curiosidad por ver el interior de la casa, y recorrió todo el lugar, pese a manifestarse tan temerosa que al menor ruido se aferraba a Malcolmson, del cual no se separó ni un solo instante.

Tras examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el comedor, que era espacioso como para satisfacer sus necesidades; y la señora Witham, con ayuda de la señora Dempster, la asistenta, procedió a ordenar las cosas. Una vez desempaquetados los bultos, Malcolmson vio que, con bondadosa previsión, la mujer le había enviado de su propia cocina provisiones suficientes para varios días. Antes de marcharse, la mujer expresó toda clase de buenos deseos y, ya en la misma puerta, se volvió para decir:

-Quizá, señor, ya que la habitación es grande y con muchas corrientes de aire, puede que no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor de la cama por la noche... Pero, la verdad sea dicha, yo me moriría de miedo si tuviera que quedarme aquí encerrada con toda esa clase de.... de cosas que asomarán sus cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrán a mirarme..

La imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó precipitadamente. La señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó un despectivo resoplido cuando se hubo ido la otra mujer y afirmó categóricamente que ella por su parte no se sentía en absoluto inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del mundo.

-Le diré a usted lo que pasa, señor, -dijo- Los duendes son toda clase de cosas... ¡menos duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se caen solos en medio de la noche. ¡Observe el zócalo de la habitación! ¡Es viejo... tiene cientos de años! ¿Cree usted que no va a haber ratas y escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿Imagina usted que no va a verlos? ¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las ratas.... ¡y no crea otra cosa!

-Señora Dempster -dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación de cabeza- ¡sabe usted más que un catedrático de matemáticas! Permítame decirle que, en señal de mi estima hacia su salud mental, cuando me vaya le daré la posesión de esta casa y le permitiré que resida aquí usted sola durante los dos últimos meses de mi alquiler, puesto que las cuatro primeras semanas bastarán para mis propósitos.

-¡Muchas gracias por su amabilidad, señor! -respondió ella- Pero no puedo dormir ni una noche fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow y si pasara una sola noche fuera de mis habitaciones perdería todo los derechos de seguir viviendo allí. La reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una vacante para que yo me decida a correr el menor riesgo. Si no fuera por esto, señor, vendría con mucho gusto a dormir aquí para atenderle durante su estancia.

-Mi buena señora, he venido aquí con el propósito de estar solo, y créame que le estoy profundamente agradecido a difunto señor Greenhow por haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, de forma tan admirable que m vea privado por la fuerza de la oportunidad de tan terrible tentación. ¡San Antonio en persona no habría podido ser más rígido al respecto!

La vieja se rió secamente.

-¡Ah! ustedes los señoritos jóvenes se asustan de nada. Puede estar seguro de que encontrar aquí toda la soledad que desea.

Y se puso a trabajar en la limpieza y, al anochecer, cuando Malcolmson regresó de dar su paseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras paseaba) se encontró con la habitación barrida y aseada, un fuego ardiendo en la chimenea y la mesa servida para la cena con las excelentes provisiones de la señora Witham.

-¡Esto sí es comodidad! -dijo mientras se frotaba las manos.
Tras terminar dé cenar volvió a sus libros: echó más leña al fuego, avivó la lámpara y se sumergió en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa hasta más o menos las once, cuando suspendió su tarea durante unos momentos para avivar el fuego y hacerse una taza de té. El descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una sensación de delicioso desahogo. El fuego reavivado saltó y chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la antigua habitación y, mientras tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la sensación de aislamiento de sus semejantes. Fue entonces cuando notó por primera vez el ruido que hacían las ratas.

Seguro que no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado estudiando -pensó-. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta! Luego, mientras el ruido iba en aumento, se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran realmente nuevos.

Resultaba evidente que al principio las ratas se habían asustado por la presencia de un extraño y por la luz del fuego y la lámpara, pero a medida que pasaba el tiempo se habían vuelto más atrevidas, y ya se hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales.

¡Y eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás de la pared, por encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían, bullían, roían y arañaban! Malcolmson sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: los duendes son las ratas y las ratas son los duendes. El té empezaba a hacer su efecto estimulante sobre nervios y el estudiante vio con alegría que tenía ante sí una nueva inmersión en el largo hechizo del estudio antes de que terminase la noche, cosa que le proporcionó tal sensación de comodidad que se permitió el lujo de echar un ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en una mano y recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y hermosa como aquélla había permanecido abandonada. Los paneles de roble que recubrían las paredes estaban finamente labrados, y el trabajo en madera de puertas y ventanas era hermoso y de raro mérito. Había algunos cuadro viejos en las paredes, pero estaban tan cubiertos de polvo y suciedad que no pudo distinguir ningún detalle. En su recorrido se topó con alguna grieta o agujero bloqueados por la cabeza de una rata, cuyos brillante ojos relucían a la luz, pero al instante la cabeza desaparecía, con un chillido y un rumor de huida. Sin embargo, lo que más intrigó fue la cuerda de la gran campana de alarma del tejado, que colgaba en un rincón de la estancia, a la derecha de la chimenea. Arrastró hasta cerca del fuego una gran silla de roble tallado y se sentó para tomar su última taza de té. Cuando hubo terminado volvió a su trabajo, sentado en la esquina de la mes con el fuego a su izquierda. Durante un rato las ratas perturbaron su estudio con su continuo rebullir pero acabó por acostumbrarse al ruido, del mismo modo que uno se acostumbra al tic-tac de un reloj o al rumor de un torrente; y así se sumergió de tal forma en trabajo que nada en el mundo, excepto el problema q estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él.

Pero de pronto, sin haber conseguido resolverlo, levantó la cabeza: en el aire notó esa sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible resulta para los que llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado. Desde luego, tenía la impresión de que había cesado hacía tan sólo unos instantes, y que precisamente había sido este repentino silencio lo que le había obligado a levantar la cabeza. El fuego se había ido apagando, pero todavía arrojaba un profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, y a pesar de toda su sangre fría, sufrió un sobresalto.

Allí, sobre la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la chimenea, había una enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto para ahuyentarla, pero la rata no se movió. Ante lo cual hizo ademán de arrojarle algo. Tampoco se movió, sino que le mostró encolerizada sus grandes dientes blancos; a la luz de la lámpara, sus crueles ojillos brillaban con una luz de venganza. Malcolmson se asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió hacia la rata para matarla. Pero antes de que pudiera golpearla ésta, con un chillido que parecía concentrar todo su odio, saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la campana de alarma, desapareció en la oscuridad donde no llegaba el resplandor de la lámpara, tamizado por una pantalla verde. Al instante, y eso fue lo más extraño, el ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble se reanudó.

Esta vez no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando el gallo cantó afuera se fue a la cama. Durmió tan profundamente que ni siquiera se despertó cuando llegó la señora Dempster para arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando la mujer, una vez barrida la estancia y preparado el desayuno, golpeó discretamente en el biombo que ocultaba la cama. Aún se sentía un poco cansado de su trabajo nocturno, pero una taza de té lo despejó pronto y, tomando un libro, salió a dar su paseo matutino. Encontró un sendero apacible entre los olmos, y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace.

A su regreso pasó a saludar a la señora Witham a darle las gracias por su amabilidad. Cuando ella le vio llegar a través de una ventana de su sanctasanctórum emplomada con rombos de vidrios de colores, salió a calle a recibirle y le pidió que pasase. Una vez dentro, miró inquisitivamente y negó con la cabeza al tiempo que decía:

-No debe trabajar tanto, señor. Esta mañana es usted más pálido que otras veces. Estar despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no es bueno. Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la noche? Espero que bien. ¡No sabe cuánto me alegré cuando la señora Dempster me dijo esta mañana que había encontrado tan profundamente dormido cuan llegó!

-Oh, sí, todo ha sido estupendo; todavía no me han molestado los algos. Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico un circo por todo el lugar. Había una, de aspecto diabólico, que se atrevió a subirse a mi propia silla, junto al fuego, y se habría marchado de no haberla yo amenazado con atizador; entonces trepó por la cuerda de la campana alarma y desapareció allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude verlo bien debido a la oscuridad.

-¡Dios nos asista! -exclamó la señora Witham ¡Un viejo diablo, y sobre una silla junto al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay cosas muy verdaderas que se dicen en broma.
-¿Qué quiere usted decir?
-¡Un viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh, señor no se ría usted! -pues Malcolmson había estallado una franca carcajada-. Ustedes, la gente joven, cree que es muy fácil reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa, señor! ¡No haga caso! Quiera Dios que pueda usted continuar riendo todo el tiempo. ¡Eso es lo que le deseo!

Y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento todos sus temores.
-¡Oh, perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es que la cosa me ha hecho gracia.... eso de que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado en mi silla...

Y al recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.
Aquella noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad se había iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos mientras les duró el susto causado por su imprevista llegada. Después de cenar se sentó un momento junto al fuego a fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su trabajo como otras veces. Pero esa noche las ratas le distraían más que la anterior. ¡Cómo correteaban de arriba abajo, por detrás y por encima! ¡Cómo chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras del zócalo, con sus ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se reflejaba en ellos el fulgor del fuego! Pero para el estudiante, habituado sin duda a ellos, esos ojos no tenían nada de siniestro; por el contrario, sólo veía en ellos un aire travieso y juguetón. A menudo, las más atrevidas hacían incursiones por el suelo o a lo largo de las molduras de la pared. Una y otra vez, cuando empezaban a molestarle demasiado, Malcolmson hacía un ruido para asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh» para que huyesen inmediatamente a sus escondrijos.

Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson fue sumergiéndose cada vez más en el estudio. De repente, alzó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita sensación de silencio. No se oía ni el más leve ruido de roer, chillar o arañar. Era un silencio de tumba. Entonces recordó el extraño suceso la noche anterior, e instintivamente miró a la silla que había junto a la chimenea. Una extraña sensación recorrió entonces todo su cuerpo.

Allá, al lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo alto, estaba la misma enorme rata mirándole fijamente con unos ojos fúnebres y malignos. Instintivamente tomó el objeto que tenía más al alcance de su mano, unas tablas de logaritmos, y se la arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata no se movió; a que tuvo que repetir la escena del atizador de la noche anterior; y de nuevo la rata, al verse estrechamente cercada, huyó trepando por la cuerda de la campana. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese seguida inmediatamente por la reanudación de ruido de la comunidad. En esta ocasión, como en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de estancia desapareció el animal, pues la pantalla de lámpara dejaba en sombras la parte superior de la habitación y el fuego brillaba mortecino.

Miró su reloj y observó que era casi medianoche, avivó el fuego y preparó una taza de té. Había trabajado perfectamente y se creyó merecedor de un cigarrillo; así pues, se sentó en la gran silla de roble tallado junto a la chimenea y fumó con delectación. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le gusta saber por dónde lograba meterse el animal, ya que empezaba a acariciar la idea de poner en práctica al día siguiente algo relacionado con una ratonera. En previsión de ello, encendió otra lámpara y la colocó de forma que iluminase bien el rincón derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos los libros que tenía, colocándolos al alcance de la mano para arrojárselos al animal si llegaba el caso.

Finalmente, levantó la cuerda de la campana de alarma y colocó su extremo inferior encima de la mesa, pisándolo con la lámpara. Cuando tomó la cuerda en sus manos no pudo por menos que notar lo flexible que era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que llevaba sin usar. Se podría colgar a un hombre de ella, pensó. Terminados sus preparativos, miró a su alrededor y exclamó, satisfecho:

—¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!
Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido, pronto se abandonó por completo a sus proposiciones y problemas. De nuevo fue reclamado por su alrededor. Esta vez no fue el repentino silencio lo que llamó su atención; había, además, un ligero movimiento de la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila de libros estuviese al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda. Pudo observar que la gran rata se dejaba caer desde la cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido movimiento, saltó de costado y esquivó el proyectil. Tomó entonces un segundo y luego un tercero, y se los lanzó uno tras otro, pero sin éxito. Porfin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó su deseo de dar en el blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal lanzó un chillido terrorífico y, echando a superseguidor una mirada de terrible malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde cuyo borde superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma, por la cual subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el repentino tirón, pero era pesada y no llegó a caerse. Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz de la segunda lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero en uno de los grandes cuadros colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa de polvo y suciedad.
.
.Cogió los libros uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos mientras iba leyendo sus títulos. Secciones cónicas ni lo rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloideas,. ni los Principia, ni los Cuaternios, ni la Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! Malcolmson lo tomó del suelo y miró el título y, al hacerlo, se sobresaltó y una súbita palidez cubrió su rostro. Miró a su alrededor, inquieto, y se estremeció levemente mientras murmuraba para sí: ¡La Biblia que me dio mi madre! ¡Qué extraña coincidencia!

Volvió a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas del zócalo volvieron a sus cabriolas. Sin embargo, ahora le molestaban; al contrario, su presencia le proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse y después de intentar inútilmente dominar el tema que tenía entre manos, lo dejó con desesperación y fue a acostarse, justo cuando el primer resplandor del amanecer penetraba furtivamente por la ventana que daba al este. Durmió pesadamente pero inquieto, y soñó mucho cuando le despertó la señora Dempster, ya muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal, durante algunos minutos no pareció darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su primer encargo sorprendió bastante a la criada.

-Señora Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que coja la escalera, saque el polvo y limpie bien todos esos cuadros.... especialmente el tercero a partir de la chimenea. Quiero ver qué hay en ellos.

Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcomson estudiando a la sombra de los árboles; a medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban progresivamente y fue volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había conseguido solucionar satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces le habían eludido, y se encontraba en un estado tal de euforia que decidió hacer una visita a la señora Witham en El Buen Viajero. La encontró en su confortable cuarto de estar, acompañada por un desconocido que le fue presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a gusto, y esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una serie de preguntas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era casual, así que dijo sin ambages:

-Doctor Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera hacerme, si primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo.
El doctor pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:
-¡De acuerdo! ¿De qué se trata?
-¿Le pidió a usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?
El doctor Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora Witham enrojeció vivamente y volvió la cara hacia otro lado; sin embargo, el doctor era un hombre sincero e inteligente y no dudó en contestar con franqueza:

-Así fue, en efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han sido mi torpeza y mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en fin, lo que me dijo fue que no le gustaba la idea de que estuviese usted en esa casa completamente solo, y tomando tanto té y tan cargado. Deseaba que yo le aconsejase que dejara el té y no se quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo también fui un buen estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la libertad de darle un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no le hablo como un extraño, sino como un universitario puede hablarle a otro.

Malcolmson le tendió la mano con una radiante sonrisa.
-¡Choque esos cinco!, como dicen en América. Le agradezco su interés, y también a la señora Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la misma moneda. Prometo no volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me autorice Y esta noche me iré a la cama a la una de la madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo?

-Estupendo. Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo caserón.

Malcomson relató con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue interrumpido de vez en cuando por las exclamaciones de la señora Witham hasta que finalmente, al llegar al episodio de la Biblia toda la emoción reprimida de la mujer halló salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le administró un buen vaso de coñac no se repuso. El doctor Thornhill lo escuchó todo con expresión de creciente gravedad, y cuando el relato llegó a su fin y la señora Witham quedó tranquila preguntó:

-¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma?
-Sí, siempre.
-Supongo que ya sabrá usted -dijo el doctor tras una pausa- qué es esa cuerda.
-¡No!
-Es la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.

Al llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la señora Witham, y hubo que poner otra vez en juego los medios para que volviera a recobrarse. Malcolmson tras consultar su reloj, observó que ya era casi hora de cenar y se marchó a su casa tan pronto como ella se hubo recobrado. Cuando la señora Witham volvió totalmente en sí, asaetó al doctor Thornhill con coléricas preguntas acerca de qué pretendía metiendo aquellas horribles ideas en la cabeza del pobre joven.

El doctor Thornhill respondió:
-¡Mi querida señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era atraer su atención hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es posible que se halle en un estado de gran sobreexcitación, por haber estudiado demasiado o por lo que sea, pero de todas formas me veo obligado a reconocer que parece un joven tan sano y fuerte mental y corporalmente como el que más. Pero luego están las ratas..., y esa sugerencia del diablo...Me habría ofrecido a ir a pasar la noche con él, pero estoy seguro de que eso le hubiera humillado. Parece que por la noche sufre algún tipo de extraño terror o alucinación, y de ser así deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos servirá de aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Esta noche me mantendré despierto hasta muy tarde y tendré los oídos bien abiertos. No se alarme usted, señora Witham, si Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana.

-Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir?
-Exactamente esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche oigamos la gran campana de alarma de la Casa del Juez.
Y el doctor hizo un mutis tan efectista como cabía esperar.
-Ya tiene allí demasiadas preocupaciones -añadió.

Cuando Malcomson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de costumbre y que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa de Caridad Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró mucho de ver que el lugar estaba limpio y reluciente, alegre fuego ardía en la chimenea y la lámpara esta bien despabilada.

La tarde era muy fría para el mes abril, y soplaba un pesado viento con una violencia que crecía tan rápidamente que podía esperarse una buena tormenta para la noche. El ruido que hacían las ratas cesó durante unos pocos minutos tras su llegada, pero tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso rumor había algo que le hacía sentirse acompañado. Sus pensamientos retrocedieron hasta el extraño hecho de que las ratas sólo dejaban de manifestarse cuando aquella otra rata (la gran rata de ojillos fúnebres) entraba en escena.

Sólo estaba encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla verde mantenía en sombras el techo y la parte superior de la estancia, de tal modo que la alegre y rojiza luz de la chimenea se extendía cálida y agradable por el pavimento, brillaba sobre el blanco mantel que cubría la mesa. Malcomson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu alegre. Después de cenar y fumar un cigarrillo se entregó firmemente a su trabajo, decidido a que nada le distrajese pues recordaba la promesa hecha al doctor y quería aprovechar de la mejor manera posible el tiempo de que disponía.

Durante más de una hora trabajó sin problemas, luego sus pensamientos empezaron a desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales circunstancias en las que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud nerviosa no eran algo que pudiera despreciar. Por aquel entonces, el viento se había convertido ya en un vendaval, y el vendaval en una tormenta. La vieja casa, pese a su solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y la tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los viejos gabletes, produciendo extraños y aterradores sonidos en los pasillos y las estancias vacías. Incluso la gran campana de alarma del tejado debía de estar sufriendo los embates del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente, como si la campana estuviera moviéndose un poco, y el extremo inferior de la flexible cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y hueco.

Al escucharlo, Malcomson recordó las palabras del doctor. Se acercó al rincón de la chimenea y la tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía sentir como una especie de morboso interés por ella, y mientras la estaba observando se perdió un momento en conjeturas sobre quiénes habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de tener siempre ante su vista una reliquia tan macabra. Mientras permanecía allí, el suave balanceo de la campana del tejado había seguido comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora, de pronto, empezó a notar una nueva sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se estuviera moviendo a lo largo de ella.

Levantó instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente, bajaba hacia él mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con brusquedad, mascullando una maldición; la rata dio la vuelta, trepó de nuevo por la cuerda y desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio cuenta de que el ruido de las ratas, que había cesado hacía un momento, volvía a comenzar.

Todo esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la madriguera de la rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la otra lámpara, que no tenía pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro a la derecha de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior.

A la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas entrechocaron, pesadas gotas de sudor perlaron su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió armarse nuevamente de valor; tras una pausa de unos segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que una vez desempolvado y limpio era ya claramente distinguible.
Era el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz ganchuda de rojizo color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían una expresión terriblemente maligna. Contemplándolos, Malcomson sintió frío, pues en ellos vio una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó la lámpara de la mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres desde el agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de las demás. Pese a ello, volvió a reunir todo su valor y continuó examinando la pintura.

El juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la derecha de una chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una cuerda que yacía con su extremo inferior enrollado en el suelo. Con una sensación de horror, Malcomson reconoció en esa escena la habitación donde se hallaba ahora, y miró despavorido a su alrededor, como esperando hallar alguna extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que formaba la chimenea lanzando un grito desgarrado, dejó caer la lámpara que llevaba en la mano.

Allí, en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado aquella enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora diabólicamente intensa. Excepto el ulular de la tormenta, todo mantenía un completo silencio. La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era de metal y el aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de inmediato serenó sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se secó el sudor y meditó un momento.

-Esto no puede ser. -se dijo en voz alta- Si sigo así voy a volverme loco. ¡Basta ya!Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios han debido llegar a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi vida me he encontrado mejor. Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a comportarme como un necio.

Se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su estudio. Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro, atraído por el súbito silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la lluvia golpeaba en ráfagas los cristales de las ventanas como si fuera granizo; en el interior de la casa, sin embargo, no se oía nada, excepto el eco del viento bramando por la gran chimenea como un arrullo de la tormenta. El fuego casi se había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor rojizo.

Escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó que debía de producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la campana la hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, observó sorprendido que la rata, agarrada a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por entero; se podía ver un color más claro en el punto donde las hebras internas habían quedado al descubierto. Mientras observaba, la tarea quedó completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía colgada, como una monsruosa borla o campanilla, del cabo superior, que empezó a balancearse a uno y otro lado.

Sintió por un momento otra oleada brusca de terror al darse cuenta de que la posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio había quedado cortada, pero este sentimiento fue reemplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando el libro que estaba leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes de que el proyectil pudiera alcanzarla, la rata se dejó caer y aterrizó en el suelo con un blando ruido. MalcoImson se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal salió disparado y desapareció en las sombras de la estancia.

Comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y decidió alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la pantalla de la lámpara para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disiparon las tinieblas de la parte superior de la estancia, y ante aquella invasión de luz, cegadora en comparación con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared destacaron limpiamente. Desde donde estaba Malcomson pudo ver, justo frente a él, el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó con sorpresa los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirle. En el centro del cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se veía el lienzo pardo tan limpio como cuando fue colocado en el bastidor. El fondo del cuadro estaba como antes, con la silla, el rincón de la chimenea y la cuerda, pero la figura del juez había desaparecido.

Estremecido de terror, fue girando lentamente, y entonces empezó a temblar como afectado por un ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían haberle abandonado, dejándole incapaz de hacer el menor movimiento, incluso casi incapaz de pensar. Sólo podía ver y oír. Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el juez, con su atuendo de púrpura y armiño, los fúnebres ojos brillando vengativos, una sonrisa de triunfo en la boca, firme y cruel, mientras sostenía en sus manos un negro birrete.

Malcomson notó que la sangre huía de su corazón, como lo que se siente en los momentos de prolongada ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin embargo, podía oír el bramar y el aullar de la tempestad y, atravesándola, deslizándose sobre ella, le llegaron las campanadas de medianoche, en grandes repiques, desde la plaza del mercado. Durante un tiempo que se le antojó interminable permaneció inmóvil como una estatua, casi sin respiración, con los ojos desorbitados, heridos de horror.

A medida que iba sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara del juez, y cuando hubo sonado la última campanada de medianoche se colocó el negro birrete en la cabeza. Lenta, deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó el trozo de cuerda que yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le produjese placer, y luego empezó a anudar uno de sus extremos. Apretó y comprobó el nudo con el pie, tirando fuertemente de él hasta quedar satisfecho, y entonces lo transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano. Después empezó a moverse a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba Malcomson, con la mirada fija en él, hasta que le rebasó; entonces, con un rápido movimiento, se colocó ante la puerta.

Malcomson empezó a darse cuenta en ese momento de que había caído en una trampa, e intentó pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en los ojos del juez que no se apartaban de él, y cuya mirada se veía forzado a sostener. Vio que el juez se le aproximaba (sin dejarde mantenerse entre la puerta y el joven), levantaba el lazo y lo arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con un gran esfuerzo hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado y la oyó golpear contra el suelo de roble. De nuevo levantó el nudo el juez y trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el estudiante consiguió evitarlo haciendo un poderoso esfuerzo. Esto se repitió muchas veces, sin que el juez pareciera desanimarse por sus fracasos, sino más bien gozar con ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre de su desesperación, Malcomson arrojó una rápida mirada a su alrededor. La lámpara parecía reavivada y una brillante luz inundaba la estancia. En las numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros del zócalo vio los ojos de las ratas; y esta visión, puramente física, le proporcionó un destello de bienestar. Miró y pudo darse cuenta de que la cuerda de la gran campana de alarma estaba plagada de ratas. Cada centímetro estaba cubierto de ellas, cada vez salían más a través del pequeño agujero circular del techo de donde emergían, de tal modo que, bajo su peso, la campana empezaba a oscilar.

Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero apenas había comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del tañido.

Al oírlo, el juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcomson, los levantó, y un gesto de diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron como carbones encendidos y golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció estremecer toda la casa. El pavoroso estruendo de un trueno estalló sobre sus cabezas al mismo tiempo que el juez volvía a levantar el lazo y las ratas seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el tiempo. Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue acercando a su víctima, y fue abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcomson, permaneció rígido como un cadáver. Sintió sobre su garganta los helados dedos del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó, colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y cogió el extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzar la mano, las ratas huyeron, chillando, por el agujero del techo. Tomando el extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcomson, lo ató a la cuerda que colgaba de la campana y entonces, descendiendo de nuevo al suelo, quitó la silla.

Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de inmediato un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la multitud se encaminó presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta, pero nadie respondió.

Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor iba a la cabeza de todos. El cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo de la cuerda de la gran campana de alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba una sonrisa maligna.
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